martes, 10 de noviembre de 2020

Emerson

 


No tengo ninguna objeción grosera que oponer a circunnavegar el globo terráqueo con fines artísticos, exploratorios o por mera benevolencia, siempre que antes no hayamos sido domesticados ni viajemos con la esperanza de encontrar algo de mayor calado que lo que ya sabemos. Aquel que viaja para divertirse o para obtener algo que no posee, se aleja de sí mismo e, incluso siendo joven, envejece entre enseres gastados. Ya sea Tebas o Palmira, su voluntad y su espíritu habrán envejecido y decaído como estas ciudades. Lleva ruinas a las ruinas. El viaje es el paraíso del necio. Nuestras primeras travesías nos descubren la indiferencia de los lugares. En casa sueño que en Nápoles o en Roma puedo embriagarme de belleza y desprenderme de mi tristeza. Hago mi baúl, abrazo a mis amigos, me embarco y, por fin, despierto en Nápoles. Y ante mis ojos surge el mismo triste e implacable yo del que quise huir, inexorable, idéntico. Salgo en busca del Vaticano y los palacios. Me empeño en embriagarme con vistas y fascinaciones, pero no logro embelesarme. Mi gigante me acompaña allá donde voy.

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