Si nuestros jóvenes no aciertan en sus primeras empresas, se vienen abajo. Si un comerciante que empieza, se viene abajo, se dirá que está arruinado para siempre. Si un individuo brillante estudia en una de nuestras universidades y, en el plazo de un año, no se ha colocado en una oficina de la ciudad o los suburbios de Boston o Nueva York, a sus amigos y a él mismo les parecerá que tiene motivos para sentirse desalentado y lamentarse el resto de su vida. En cambio, cualquier chaval resuelto de New Hampshire o Vermont que ensaya sucesivamente todas y cada una de las profesiones: mozo, labrador, vendedor de puerta en puerta, que monta una escuela, predica, edita un periódico, va al Congreso, compra unos terrenos, y otras cosas por el estilo, a lo largo de los años, vale cien veces lo que estos petimetres de ciudad. Marcha de frente con su época y no se avergüenza de no «haber estudiado una profesión» porque vive su vida al día sin necesidad de aplazarla. No tiene una sola oportunidad, sino cientos de ellas. Ojalá un estoico revelase a los hombres cuántos recursos hay en ellos y les advirtiese que no son sauces llorones, sino que pueden y deben desapegarse del mundo; que si ejercitan la confianza en sí mismos, se les revelarán nuevas fuerzas; que el hombre es el verbo hecho carne, nacido para traer salud a las naciones; que debería sentirse avergonzado de nuestra compasión, porque desde el momento en que obre por sí mismo y arroje por la borda leyes, libros, idolatrías, usos y costumbres, lejos de compadecerle, le tributaremos agradecimiento y admiración. Ese maestro restablecería el esplendor de la vida humana y haría que su nombre fuese amado para siempre. Es fácil comprender que una mayor confianza en uno mismo tiene que producir una revolución en todas las ocupaciones y relaciones de los seres humanos, en su religión, su educación, sus búsquedas, su modo de vivir, sus maneras de asociarse con los demás, su propiedad, sus miras especulativas.
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