La estabilidad y la expansión ulterior de la democracia dependen de
la capacidad de autogobierno por parte de los ciuda-
danos, es decir, de su aptitud para asumir decisiones
racionales en aquellas esferas en las cuales, en tiempos
pasados, dominaba la tradición, la costumbre, o el
prestigio y la fuerza de una autoridad exterior. Ello
significa que la democracia puede subsistir solamente
si se logra un fortalecimiento y una expansión de la
personalidad de los individuos, que los haga dueños
de una voluntad y un pensamiento auténticamente
propios. En su dimensión psicológica, la crisis afecta
justamente a la personalidad humana. El hombre ha
llegado a emerger, tras el largo proceso de individua-
ción, iniciado desde fines de la Edad Media, co-
mo entidad separada y autónoma, pero esta nueva si-
tuación y ciertas características de la estructura social
contemporánea lo han colocado en un profundo ais-
lamiento y soledad moral. A menos que no logre res-
tablecer una vinculación con el mundo y la sociedad,
que se funde sobre la reciprocidad y la plena expan-
sión de su propio yo, el hombre contemporáneo está
llamado a refugiarse en alguna forma de evasión
a la libertad. Tal evasión se manifiesta por un lado por
la creciente estandarización de los individuos, la pau-
latina sustitución del yo auténtico por el conjunto de
funciones sociales adscritas al individuo; por el otro
se expresa con la propensión a la entrega y al some-
timiento voluntario de la propia individualidad a au-
toridades omnipotentes que la anulan.
Nada ilustra más vividamente este lado de la cri-
sis que ciertos aspectos de la filosofía existencialista.
No es un azar que entre los ismos del período posbé-
lico predomine justamente este movimiento, que pa-
rece haber realizado la dudosa hazaña de transformar
una corriente filosófica en una moda. Se trata en efecto
de una significativa expresión de la época actual y,
en especial modo, de la crisis de la personalidad.
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