“Don Victoriano Huerta es un soldado sanguinario y feroz, que asesina sin vacilación ni escrúpulo a todo aquél que le sirve de obstáculo. ¡No importa, señores! La patria os exige que cumpláis con vuestro deber, aun con el peligro y aun con la seguridad de perder la existencia. Si en vuestra ansiedad de volver a ver reina la paz en la República os habéis equivocado, habéis creído en las palabras falaces de un hombre que os ofreció pacificar a la nación en dos meses y le habéis nombrado presidente de la República, hoy que veis claramente que éste hombre es un impostor inepto y malvado, que lleva a la patria con toda velocidad hacia la ruina, ¿dejaréis por temor a la muerte que continúe en el poder? “
Como era de esperarse, Huerta se sintió agraviado y decidió responder pronto. Ordenó detener al senador y llovieron las advertencias que luego se convirtieron en amenazas. Los detractores de Huerta fueron cayendo uno a uno: a Pablo Castañón abogado de los presos políticos, le aplicó la ley fuga y lo asesinaron, el diputado por Oaxaca, Adolfo Gurión fue ajusticiado y Serapio Rendón, diputado fue trasladado como preso a Tlalnepantla y muerto de un balazo en la espalda mientras trataba de escribir un mensaje. Los amigos de Belisario le aconsejaron cambiar cada noche de sitio. Pero permaneció en el Hotel Jardín donde se hospedaba. Su discurso, el que no le habían permitido pronunciar, había sido impreso y repartido. En la última correspondencia que le llegó había una invitación de Huerta para una cena, que se llevaría a cabo el 10 de octubre, en Palacio Nacional. Belisario ya no acudió a la cita.
Cuenta Vicente Quirarte en su libro Belisario Domínguez, en el primer centenario de su muerte:
“Hombres torvos y armados y embrutecidos por el alcohol irrumpieron en su cuarto en el Hotel Jardín. Los golpes, los insultos, la llegada a un consultorio médico donde se dice le cercenaron la lengua. El dolor debe haber sido tan intenso que no lastimaba. Cuando llegaron al Panteón de Xoco, en Coyoacán, supo que sus días habían llegado a su fin. Las balas que matan no se sienten. Por los actos de su vida, podemos estar seguros que no pidió clemencia a sus verdugos.” Era el 7 de octubre de 1913.
La muerte de Belisario Domínguez ocasionó indignación y la protesta pública no se hizo esperar. Victoriano Huerta se vio obligado disolver el Congreso y encarcelar a noventa diputados. De cualquier forma su muerte no fue en vano pues marcó el final de un régimen traidor que caería no mucho tiempo después. Y todavía hoy sirven de consejo las palabras de Belisario Domínguez: “Vigilen de cerca todos los actos públicos de nuestros gobernantes: Elógienlos cuando hagan bien, critíquenlos siempre que obren mal. Seamos imparciales en nuestras apreciaciones, digamos siempre la verdad y sostengámosla con firmeza entera y muy clara. Nada de anónimos ni seudónimos. Nada de silencio.”
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