sábado, 4 de julio de 2020

Alejandro Jodorowsky

Cuando me sentí cansado de parir obras que eran sólo espejo de mis egos, abandoné durante dos años el arte. Al olvidarme de mí mismo, me cayó encima el dolor del mundo. Envueltos en su laborioso acontecer, no siendo sino pareciendo, los ciudadanos, como yo, habían perdido la alegría de vivir. Amortiguados por drogas, café, tabaco, alcohol, azúcar, exceso de carne, desengañados de la política, la religión, la ciencia, la economía, las guerras «patrióticas», la cultura, la familia, tristes animales sin finalidad con máscaras de satisfechos, nos paseábamos por las calles de un planeta al que sabíamos que poco a poco íbamos envenenando. La enfermedad de nuestra sociedad era profunda. Un antiguo cuento chino me sacó del abismo: Una gran montaña cubre con su sombra una pequeña aldea. Por falta de rayos solares los niños crecen raquíticos. Un buen día los aldeanos ven al más anciano de ellos dirigirse hacia los límites del pueblo, llevando una cuchara de loza en las manos. -¿A dónde vas? -le preguntan. Responde: -Voy a la montaña. -¿Para qué? -Para desplazarla. -¿Con qué? -Con esta cuchara. -¡Estás loco! ¡Nunca podrás! -No estoy loco: sé que nunca podré, pero alguien tiene que comenzar. El mensaje de este cuento me impulsó a la acción. Me dije: «No puedo cambiar el mundo pero sí puedo empezar a cambiarlo».

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