En un ensayo reciente, la autora aseguró que “los escritores que hacen su trabajo lejos de los poderes brutales, intentando construir sentido al enfrentar el caos, deben ser protegidos”. Y es que ellos son capaces de interpretar las huellas de los traumas que impiden hablar, de los dolores que bajan por generaciones como un río con caudal de barro. Por esa razón, consideraba, el oficio de la escritura no es un regalo que se le hace a la humanidad sino una necesidad que todas las partes implicadas (empezando por los escritores) deben asumir como tal. Eso sí, para ella la furia no es creativa: “No me gustan las emociones efímeras. No me gustan las emociones como combustible. Las experimento pero para escribir, tienen que ser ideas frías, frías, o al menos cool”.
A lo largo de su obra, Morrison convirtió la escritura en un territorio donde refugiarse cuando hubiera escasez de pensamientos en el mundo. Con sus ideas frías, encendió hogueras cada vez que un lector se asomaba a su prosa magnífica, elegante, dispuesta al riesgo, el humor y la poesía. Como le enseñó su abuela, liberó a los fantasmas de los frenos que llevaban en la boca para que por fin pudieran cantar su canción. Ese susurro llega hasta nosotros y aquí se queda, iluminando la noche de los anónimos que pasan por la vida como la huella de una exhalación. Morrison ha sido la encargada de preservar la dignidad de esa huella tenue.
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