lunes, 30 de enero de 2023

Shoshana Zuboff

 El filósofo estadounidense John Searle, llega a una conclusión similar en su propio análisis del libre albedrío. Él apunta a la «brecha causal» entre los motivos de nuestras acciones y la realización de estas. Nosotros podemos tener muy buenas razones para hacer algo, señala, pero eso no significa necesariamente que vayamos a hacerlo. «El nombre tradicional de esa brecha en filosofía es el albedrío .» En respuesta a la «sórdida historia» de ese concepto, él argumenta: «Incluso aunque la brecha sea una falsa ilusión, es una falsa ilusión que no podemos sacudirnos de encima. [...] La idea misma de hacer promesas y mantenerlas presupone la existencia de esa brecha. [...] [E]xige la existencia de una conciencia y de un sentido de la libertad en el agente hacedor y mantenedor de la promesa». El libre albedrío es la estructura ósea existencial que sostiene y traslada la carne moral de toda promesa, y el hecho de que yo insista en su integridad no es una cesión a la nostalgia ni responde a ningún favoritismo caprichoso por la historia humana predigital porque la juzgue más auténticamente humana en algún sentido. Se debe a que es la única forma de libertad que podemos garantizarnos a nosotros mismos, sea cual sea el peso de la entropía o de la inercia, y con independencia de las fuerzas y los temores que traten de hacer que el tiempo se colapse en un combate eterno de boxeo con enemigos imaginarios «ahora, y ahora, y ahora». * Esos huesos son la condición necesaria para que sea posible la civilización como «medio moral» favorecedor de la dignidad del individuo y respetuoso con capacidades tan característicamente humanas como el diálogo y la resolución de problemas. Cualquier persona, idea o práctica que fracture esos huesos y desgarre esa carne nos hurta un futuro del que seamos autores individuales (yo) y colectivos (nosotros) . Estos principios no son unos complementos pintorescos, como Hal Varian y otros quieren hacernos creer. Son logros que costó mucho conquistar y que han ido cristalizando a lo largo de milenios de enfrentamiento y sacrificio humanos. Nuestra libertad solo florece cuando nosotros mismos tenemos la firme voluntad de cerrar esa brecha entre la formulación de promesas y su cumplimiento. Implícita en esa acción está la aseveración de que, mediante mi voluntad, puedo influir en el futuro. No implica que yo pueda tener una autoridad total sobre el futuro, desde luego, solo sobre mi pedacito de él. De ese modo, la afirmación del libre albedrío es también una afirmación del derecho al tiempo futuro como condición de una vida plenamente humana . ¿Por qué una experiencia tan elemental como esta reivindicación del tiempo futuro debe formularse como un derecho humano más? La respuesta corta es que es necesario hacerlo ahora porque es ahora cuando ha comenzado a correr peligro. Así, Searle sostiene que esos derechos elementales entendidos como «rasgos de la vida humana» solo cristalizan como derechos humanos formales en aquel momento de la historia en que se cierne sobre ellos una amenaza sistemática. Por ejemplo, la capacidad de hablar es elemental. Sin embargo, el concepto de libertad de expresión como derecho formal no surgió hasta que la sociedad hubo evolucionado hasta tal grado de complejidad política que la libertad de hablar y expresarse pasó a estar en peligro. El filósofo recuerda que el habla no es más elemental para la vida humana que respirar o que ser capaces de mover nuestro cuerpo. Y, sin embargo, nadie ha proclamado un «derecho a respirar» o un «derecho al movimiento corporal», porque esos derechos elementales no han sido objeto de un ataque grave y, por consiguiente, no han requerido de una protección formal. Que algo entre en la categoría de un derecho básico, según Searle, es un factor «pragmático» y «dependiente de la historia». Lo que yo doy a entender aquí es que nos enfrentamos ahora a un momento de la historia en el que un elemental derecho al tiempo futuro corre peligro de desaparecer en manos de una arquitectura digital «paninvasiva» de modificación conductual manejada por el capital de la vigilancia, que es también su propietario: una arquitectura que actúa así impelida por los imperativos económicos y las leyes del movimiento de ese capital, y todo en aras de los resultados garantizados que este aspira a conseguir. 


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