Según la neurociencia convencional, debido al grave daño sufrido por mi cerebro a causa de una aplastante meningoencefalitis bacteriana, no tendría que haber experimentado nada –¡absolutamente nada!–. Pero mientras mi cerebro se veía asediado e inflamado por la infección, disfruté de una fantástica odisea durante la que no recordé nada de mi vida en la Tierra. Esta odisea pareció durar meses o años; fue un viaje elaborado en muchos niveles de las dimensiones superiores, a veces vistas desde la perspectiva de la infinitud y la eternidad, fuera del espacio y el tiempo. Semejante inactivación completa de mi neocórtex, la superficie externa del cerebro, tendría que haberlo incapacitado totalmente, excepto las experiencias y las memorias más rudimentarias; sin embargo, me vi inmerso en la persistencia de una enorme cantidad de memorias ultrarreales, vívidas y complejas. Al principio me limité a confiar en mis médicos y en su advertencia de que «el cerebro moribundo puede hacer todo tipo de trucos». Al fin y al cabo, a veces había dado a mis propios pacientes la misma «advertencia». Por tentador que fuera simplemente aceptar mi curación extraordinaria y mi actual bienestar como un milagro inexplicable, yo no podía hacer eso. En lugar de ello, me sentí impulsado a hallar una explicación al viaje que realicé durante el coma –una experiencia sensorial que ponía en entredicho nuestros conceptos neurocientíficos convencionales acerca del papel del neocórtex en la conciencia detallada–. La inquietante perspectiva de que las tesis fundamentales de la neurociencia fueran incorrectas me llevó a un terreno más profundo en mi diálogo final con el doctor Joseph aquella tempestuosa tarde de invierno. –No tengo explicación alguna respecto a cómo es posible que haya tenido esas experiencias mentales, tan vibrantes, complejas y vívidas, estando en coma profundo –le dije–. Parecían más reales que todo lo que he experimentado hasta ahora. Le conté cómo muchos detalles situaban claramente la mayor parte de mi experiencia entre el primer y el quinto día de mi coma de siete días de duración, y sin embargo las pruebas neurológicas, los valores de laboratorio y los resultados de las resonancias confirmaban que mi neocórtex estaba demasiado dañado por la grave meningoencefalitis para haber vivido esa experiencia consciente. El doctor Joseph y yo coincidíamos en que mi cerebro había estado gravemente dañado por un caso casi fatal de meningo-encefalitis bacteriana. El neocórtex –la parte que la neurociencia moderna nos dice que ha de estar al menos parcialmente activa para que haya experiencia consciente– era incapaz de crear o de procesar nada ni siquiera remotamente parecido a lo que yo experimenté. Y sin embargo, lo experimenté. Para citar a Sherlock Holmes: «Cuando se ha excluido lo imposible, lo que quede, por improbable que sea, ha de ser la verdad». Así pues, he aceptado lo improbable: esa experiencia muy real ocurrió, y yo fui consciente de ella –y mi conciencia no dependía de tener un cerebro intacto–. Solo permitiendo que mi mente (y mi corazón) se abrieran lo más ampliamente posible pude ver las grietas en la concepción convencional del cerebro y de la conciencia. Fue gracias a la luz que pudo entrar por esas grietas que empecé a vislumbrar las verdaderas profundidades del debate mente-cuerpo.
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