miércoles, 18 de enero de 2023

Yanis Varoufakis

 


Sin embargo, las máquinas que encontramos en las fábricas, en el campo, en las tiendas, en las oficinas, en todas partes, no han acabado con la pobreza, el hambre, la desigualdad, la preocupación por la supervivencia, ni siquiera han acabado con los trabajos más duros ni han reducido las horas de las jornadas laborales. Todo lo contrario. Que las máquinas fabriquen cada vez más productos no ha hecho nuestra vida más fácil: ahora sufrimos más estrés, la calidad de nuestro trabajo es peor, la inseguridad es mayor, como mayores son la angustia por perder el que ya tenemos o encontrar uno nuevo que nos garantice el pan de cada día. Parecemos hámsters en una rueda que, por muy deprisa que corra, no va a ningún lado. Al final, en vez de que trabajen las máquinas para nosotros, parece que somos nosotros los que trabajamos para mantener a nuestras máquinas.

    En este sentido, la novela de Mary Shelley tenía exactamente este objetivo: el de ser una alegoría que advierte a los humanos de que, si no tenemos cuidado, la tecnología puede crear un monstruo que nos esclavizará y nos destruirá, en lugar de ser un sirviente de la humanidad; un logro del espíritu humano, como el triunfo del doctor Frankenstein de crear vida a partir de un cadáver, que, sin embargo, se vuelve en contra de su creador, con trágicos resultados.

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