sábado, 14 de enero de 2023

Ernesto Sabato

 


Me detengo a observar la fotografía de un pequeño lustrabotas que en la ciudad de Salta, se acercó a abrazarme con gran emoción. Paso un tiempo largo observándolo, como uno de esos antiguos iconos que nos hablan de un Dios remoto pero oculto en algún lugar. En el brillo de sus ojos parece que hubiera algo que lo elevase por encima de este mundo donde todo es horror y miseria. Ese chiquito, en su humildad de lustrabotas, me muestra a Dios. Un Dios en cuya fe nunca me he podido mantener del todo, ya que me considero un espíritu religioso, pero a la vez lleno de contradicciones, con instantes en los que soy propenso a creer en actos demencialmente milagrosos, y épocas en las que vuelvo a caer presa del pesimismo y la depresión. Quizá porque uno espera mucho y a menudo es defraudado; sobre todo, en momentos en que la vida nos va despojando de aquellos que han sido para nosotros, como dijo Cernuda: “Una pausa de amor entre la fuga de las cosas”. Cómo mantener la fe, cómo no dudar, cuando se muere un chiquito de hambre, o en medio de grandes dolores, de leucemia o de meningitis, o cuando un jubilado se ahorca porque está solo, viejo, hambriento y sin nadie, como sucede ahora, ¿dónde está Dios? ¿Qué respuesta le diste a tu Hijo, cuando gritó aquella frase trágica? ¿No es lícito en estos casos una especie de maniqueísmo? Así, todo sería explicable, al menos para los hombres comunes, no para los teólogos que escriben miles de páginas para justificar tu ausencia. Como dice Dostoievski, Dios y el Demonio se disputan el alma del hombre, y el campo de batalla es el corazón de ese desdichado. Y si el combate es infinito, y si Dios no es tan poderoso como para vencer a su Adversario y si, como dicen muchos, venció el Demonio y lo tiene encadenado o, lo que aún sería más perverso, domina ya el mundo y hace creer a los candorosos que es Dios para desprestigiarlo, ¡qué horror!, ¿qué sentido tendría entonces la vida? Muchos se han cuestionado la existencia de ese Dios bondadoso, que, sin embargo, permite el sufrimiento de seres totalmente inocentes. Una santa como Teresa de Lisieux tuvo dudas hasta momentos antes de su muerte; y en medio del tormento, las hermanas la oyeron decir:  “Hasta el alma me llega la blasfemia”. Von Balthasar dice que, mientras hubiera alguien que sufriese en la tierra, la sola idea del bienestar celestial le producía una irritación semejante a la de Ivan Karamasov. Sin embargo, luego muere en la fe más inocente, absoluta, como también Dostoievski, Kierkegaard, y el endemoniado Rimbaud, que en su lecho suplica a la hermana que le suministren los sacramentos. Según Simone Weil, esa especie de mística blasfemadora, “El sufrimiento es la superioridad del hombre sobre Dios. Fue necesaria la Encarnación para que esa superioridad no resultara escandalosa”. Y entonces, cuando abandono esos razonamientos que acaban siempre por confundirme, me reconforta la imagen de aquel Cristo que también padeció la ausencia del Padre. Y así como Machado ha dicho que ha buscado a Dios entre la niebla, en mi propia búsqueda he encontrado, en algunos pasajes de Las confesiones de San Agustín, una puerta que se entreabre, dejándonos el reflejo de una luz. Y al contemplar aquella escultura de María Magdalena, de Donatello, tan trágica y expresionista, me pregunto si a la fe se puede llegar sin esos atroces y, en apariencia, incomprensibles sufrimientos. ¿No ha sido un gran dolor el que dio nacimiento al Oscar Wilde que preferimos? En aquella conmovedora carta final, recuerda que cuando era trasladado desde la cárcel hacia los tribunales, en medio de una muchedumbre, mientras avanzaba esposado delante de sus custodios, al levantar la cabeza vio cómo un amigo lo saludaba quitándose el sombrero. Y ante la grave solemnidad de aquel gesto, la multitud vociferante fue reducida al silencio. En su carta escribe: “Donde hay dolor hay un suelo sagrado”. Esa experiencia lo alejó para siempre de sus antiguas extravagancias, y nunca volvió a frecuentar los salones de fiesta. La mayor nobleza de los hombres es la de levantar su obra en medio de la devastación, sosteniéndola infatigablemente, a medio camino entre el desgarro y la belleza.

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