Pero cuando las palabras de ese poeta se tornan el canto de un búho, o se convierten en el aullido de un lobo cuyo lamento nocturno les dice, penetrando los tejados de la conciencia: “Cinco estudiantes como gorriones sin alas/ hicieron una ronda al corazón ciudadano,/ cayendo, asesinados, de la frente a los pies,/ creciendo desde la muerte al infinito./ Ahora digo,/ ¡Traidores, hombres sin hombría, cobardes!/ ¿Estáis locos para asesinar la eternidad?/ ¡Pronto vendrá vuestro día, desgraciados!” (de Asesinados en junio).
O qué tal estos improperios, lanzados con evidente saña sobre las buenas conciencias: “Suceden cosas/ tan extrañas/ en mi pequeño país,/ que si de verdad/ hubiera cristianos/ creerían,/ sin duda,/ en la muerte/ auténtica de Dios.” (de La tumba de Dios)
Entonces, salieron a buscarlo. Era más fácil matar a un lobo; urgía balear al búho prendido a la rama de la conciencia. Y mataron a Otto René Castillo, en la base militar de Zacapa, en marzo de 1967.
En él se cumple la máxima de Miguel Ángel Asturias, para quien el poeta “es una conducta moral”, pues consecuente con sus ideas revolucionarias, un día de 1966 decidió que se haría combatiente guerrillero y se integró a las Fuerzas Armadas Rebeldes. Antes de dar ese paso, ya tenía una trayectoria académica, poética y política en países como México, Alemania, Hungría, Checoeslovaquia, Chipre y El Salvador. La experiencia adquirida lo colocaba frente a las tres copas que suelen ser las más codiciadas por los escritores de mundo: la fama, el éxito y la gloria. Solo tenía que extender la mano. Ya había bebido de las dos primeras, pero ambas no sirven para nada —pues éxito y fama los tuvieron también personajes como Hitler—, mas la gloria está reservada para otros. Y Otto René pudo seguir un rumbo glorioso por Europa, continente que —en aquel entonces— era un océano literario que garantizaba el ascenso de los buenos escritores hacia premios importantes.
El éxito le había llegado desde joven. En 1956, tenía 20 años y ganó el premio Autonomía, de la Universidad de San Carlos de Guatemala, con su poema Vámonos patria a caminar. A ese galardón le siguió el de 1957, con el Premio Internacional de Poesía de Budapest. Ese año, la Universidad de San Carlos le concedió el premio Filadelfo Salazar, por sus altos méritos estudiantiles, que consistió en una beca para estudiar en la República Democrática Alemana. Viajó a ese país en 1958, a estudiar germanística en la Universidad Karl Marx de Leipzig. En 1962, en Berlín, junto a otros jóvenes aprendió técnicas para hacer documentales con el cineasta holandés Joris Ivens.
Su futuro se avizoraba brillante. Decidió, sin embargo, escribir menos y actuar más; lo hizo por un auténtico amor a esta patria. Fue asesinado junto con la también combatiente Nora Paiz y 13 campesinos acusados de colaborar con la guerrilla. Fue torturado durante cinco días, después, lo fusilaron y lo quemaron. La misma suerte corrió Paiz. A Otto René, un oficial del Ejército le cortó partes de la piel con una hoja de afeitar amarrada a un bambú, en tanto se burlaba de él y le leía su propio poema: “Yo beberé tus cálices amargos. Yo me quedaré ciego para que tengas ojos. Yo me quedaré sin voz para que tú cantes.”
Pero ni muerto el lobo cesaron los lamentos, ni fusilado el búho terminó la voz de la conciencia; tampoco muerto el poeta concluyó su obra. La hermana mayor de Otto René, Zoila Castillo, publicó en 1979 su poesía en un libro titulado Informe de una injusticia. En una parte, nos dice Otto: “Nada es más invencible que la vida/ su viento infla nuestras velas”. Larga vida a sus palabras, que hoy flotan en la eternidad.
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