sábado, 5 de febrero de 2022

 Los fundamentalistas religiosos ven en el poder de la ciencia la fuente principal del desencanto moderno. La ciencia ha suplantado a la religión como la fuente central de autoridad, pero a costa  de hacer la vida humana accidental e insignificante. Si queremos que nuestras vidas tengan algún sentido, se ha de derrocar el poder de la ciencia y restaurar la fe. Pero la ciencia no puede ser eliminada de nuestras vidas por un acto de voluntad. Deriva su poder de la tecnología y ésta está cambiando nuestra manera de vivir con independencia de lo que nos propongamos. Los fundamentalistas religiosos creen tener remedios para los males del mundo moderno. En realidad, ellos mismos son síntomas de la enfermedad que pretenden curar. Esperan recuperar la fe irreflexiva de las culturas tradicionales, pero ésa es una fantasía característicamente moderna. No podemos creer lo que nos parezca: nuestras creencias son vestigios de unas vidas (las nuestras) que no hemos podido elegir. No podemos invocar una determinada visión del mundo como y cuando se nos antoje. Una vez desaparecidos, ya no hay forma de rescatar de nuevo los modos de vida tradicionales. Cualquier cosa que ideemos tras su estela no hará más que sumarse al clamor de novedad incesante. Cuando la ciencia resulta tan omnipresente en sus vidas, las personas, por mucho que lo deseen, no pueden regresar a un escenario precientífico. Los fundamentalistas científicos aseguran que la ciencia es la búsqueda desinteresada de la verdad. Pero cuando la ciencia es representada de ese modo, se obvian las necesidades humanas a las que sirve. Entre nosotros, la ciencia satisface dos necesidades: la de esperanza y la de censura. Sólo la ciencia sirve actualmente de apoyo para el mito del progreso. Si las personas se aferran a la esperanza del progreso, no es tanto por una creencia genuina como por el miedo a lo que puede venir si abandonan esa esperanza. Los proyectos políticos del siglo xx han fracasado o han conseguido mucho menos de lo que habían prometido. Sin embargo, dentro del ámbito de la ciencia, el progreso es una experiencia cotidiana, confirmada cada vez que compramos un nuevo artilugio electrónico o ingerimos una nueva medicina. La ciencia nos da una sensación de progreso que la vida ética y política no puede proporcionarnos. Y sólo la ciencia tiene poder para silenciar a los herejes. Hoy en día, es la única institución que puede afirmar esa autoridad. Al igual que la Iglesia en el pasado, tiene poder para destruir o marginar a los pensadores independientes. (Piénsese en cómo reaccionó la medicina ortodoxa ante Freud, o los darwinianos ortodoxos ante Lovelock.) De hecho, la ciencia no proporciona ninguna imagen fija de las cosas, pero al censurar a aquellos pensadores que se aventuran más allá de las actuales ortodoxias, preserva la confortante ilusión de una única cosmovisión establecida. Puede que esto sea desafortunado desde el punto de vista de alguien que valore la libertad de pensamiento, pero es indudablemente la principal fuente del atractivo de la ciencia. Para nosotros, la ciencia es un refugio que nos protege de la incertidumbre y que promete —y, en cierta medida, consigue— el milagro de libramos del pensamiento, en la misma medida en que las iglesias se han convertido en santuarios de la duda.

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