Esta interpretación apaciguó gran parte de su ansiedad, y su presentación de la semana pasada había sido excepcionalmente lúcida, y él no había adoptado una actitud a la defensiva. Nunca había hecho nada mejor. Durante su presentación oía en su mente la repetición de un mantra: “Yo no soy mi trabajo”. Cuando terminó y se sentó al lado de su jefe, el mantra proseguía: “Yo no soy mi trabajo. Ni mi conversación. Ni mi ropa. Nada de esto”. Cruzó las piernas y miró sus gastados zapatos. “Tampoco soy mis zapatos”, se dijo, esperando atraer la atención de su jefe para poder decirle: “¡Yo no soy mis zapatos!” Los dos descubrimientos de Carlos ––los primeros de muchos–– fueron un obsequio para mí y para mis estudiantes. Estas dos percepciones, cada una generada por una forma diferente de terapia, ilustraban, en esencia, la diferencia entre lo que uno puede aprender en la terapia de grupo, con su foco en la comunión compartida, y la terapia individual, con su foco en la comunión interior. Aún uso muchas de las percepciones gráficas de Carlos en mis enseñanzas. En los pocos meses de vida que le quedaban, Carlos siguió optando por brindarse. Organizó un grupo de autoayuda para el cáncer (no sin algún chiste acerca de que se trataba de “la última parada” de la línea) y también fue el líder de un grupo sobre habilidades interpersonales en una de sus iglesias. Sarah, que ahora era una de sus grandes promotoras, fue invitada como conferenciante y fue testigo del competente y responsible liderazgo de Carlos. Pero sobre todo se brindó a sus hijos, que notaron su cambio y fueron a vivir junto a él mientras asistían a una universidad cercana. Fue un padre maravillosamente generoso. Yo siempre he pensado que la manera en que uno enfrenta la muerte está determinada en gran parte por el modelo de sus padres. El último obsequio que puede hacer un padre a sus hijos es enseñarles, mediante el ejemplo, a enfrentar la muerte con ecuanimidad, y Carlos les dio una lección de gracia extraordinaria. Su muerte no fue oscura, embozada, conspiratoria. Hasta el último día, él y sus hijos fueron sinceros y abiertos acerca de su enfermedad y se reían juntos de la manera en que Carlos resoplaba, se ponía bizco y juntaba los labios al referirse a su “linfooooma”. Pero no dio a nadie un mejor regalo que a mí poco antes de morir, un regalo que responde en forma definitiva a la pregunta de si es racional o apropiado aspirar a una terapia “ambiciosa” para los que son enfermos terminales. Cuando lo visité en el hospital estaba tan débil que apenas podía moverse, pero levantó la cabeza, me apretó la mano y susurró: ––Gracias. Gracias por salvarme la vida.
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