Confucio desconfiaba de la elocuencia; despreciaba a las personas muy habladoras y odiaba los juegos de palabra ingeniosos. Para él, parecía que la lengua afilada debía reflejar una mente superficial; a medida que la reflexión se hace más profunda, se desarrolla el silencio. Confucio advirtió que su discípulo favorito solía decir tan poco que a veces los demás se habrían preguntado si no era necio. A otro discípulo que le había preguntado sobre la virtud suprema de la humanidad, Confucio le respondió de una forma típica: «Quien posee la suprema virtud de la humanidad es reticente a hablar».
Lo esencial está más allá de las palabras: todo lo que puede ser dicho es superfluo. Por ello un discípulo señaló: «Podemos oír y juntar las enseñanzas de nuestro Maestro en lo que respecta al conocimiento y la cultura, pero es imposible hacerle hablar sobre la naturaleza esencial de las cosas o sobre la voluntad del Cielo [7] ». Este silencio no reflejaba indiferencia ni escepticismo respecto a la voluntad del cielo. De hecho, conocemos muchos pasajes de las
Analectas
que Confucio consideró como la guía suprema de su vida; pero él habría suscrito la famosa conclusión de Wittgenstein: «De lo que uno no puede hablar, es mejor callarse». No negaba la realidad de lo que está más allá de las palabras, simplemente ponía en guardia contra la locura de intentar alcanzarla con palabras. Su silencio era una afirmación:
existe
una realidad de la que no podemos decir nada.
Los silencios de Confucio se producían fundamentalmente cuando sus interlocutores intentaban llevarlo a la cuestión del más allá. Esa actitud ha inducido a menudo a los comentaristas a llegar a la conclusión de que Confucio era agnóstico. Esta conclusión me parece superficial. Consideremos este famoso pasaje: «Zilu preguntó sobre la muerte. El Maestro respondió: “¿Si no conoces la vida, cómo puedes conocer la muerte?”». Canetti añadió el siguiente comentario: «No conozco a ningún sabio que haya tomado más en serio la muerte que Confucio». La negativa a responder no es una forma de evadir el tema, sino que, por el contrario, es la afirmación más poderosa, puesto que las preguntas sobre la muerte siempre se refieren, de hecho, a un tiempo
más allá
de la muerte. Cualquier respuesta salta por encima de la muerte, haciendo desaparecer tanto ésta como su imposibilidad de comprenderla. Si existe algo
después
, lo mismo que si existe algo
antes
, entonces la muerte pierde parte de su peso. Confucio se niega a jugar con este inútil juego de manos.
Al igual que el espacio vacío en la pintura, que concentra e irradia toda la energía interna del cuadro, el silencio de Confucio no es una retirada ni una huida; conduce a un compromiso inmediato y más profundo con la vida y la realidad. Cerca ya del fin de su carrera, Confucio dijo un día a sus discípulos: «Ya no quiero hablar más». Los discípulos quedaron perplejos: «¿Pero Maestro, si no hablas, cómo podremos, pobres de nosotros, ser capaces de transmitir ninguna enseñanza?». Confucio respondió: «¿Acaso habla el Cielo? Sin embargo, las cuatro estaciones siguen su curso y las cien criaturas continúan naciendo. ¿Acaso habla el Cielo?».
Sin duda ya he hablado demasiado.
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