Steve Levitt, el coautor de Freakonomics, ha sido descrito por Wall Street Journal como «el Indiana Jones de la economía», pero si hay algún economista que merezca tan aventurera distinción es Bill Phillips. Entre 1935, cuando salió de Nueva Zelanda, y 1946, el año en que hizo sus primeros pinitos en economía, trabajó en una mina de oro, cazó cocodrilos, fue violinista callejero (autodidacta), viajó en el Transiberiano y fue detenido como supuesto espía por los japoneses. Al final recaló en Londres y se matriculó en la London School of Economics. Eso fue antes de que la guerra diera comienzo y él se uniera a la RAF, que lo mandó a la otra punta del mundo. Reconocido de inmediato como un técnico fuera de lo común, dedicó sus esfuerzos a actualizar los obsoletos aviones que debían defender Singapur (entonces en poder británico) de las fuerzas japonesas. Pocos días antes de la rendición de la ciudad se halló en el último convoy que huía de ella a bordo del Empire Star, un carguero refrigerado que, si bien tenía capacidad para veintitrés pasajeros, hubo de albergar a más de dos mil personas, entre ellas muchas mujeres y niños asustados. Cuando el convoy fue descubierto y atacado por aviones japoneses, Phillips aprovechó sus conocimientos técnicos para subir a la cubierta una ametralladora y fijarla en un soporte improvisado, que le permitió estar varias horas esquivando los ataques bajo una lluvia de bombas. Su admirable conducta le valió una medalla al valor, aunque no lo salvó de pasar más de tres años en un campo de prisioneros de guerra japonés donde las condiciones eran pésimas. Más tarde dijo que sobrevivieron los bajos y murieron los altos; él era de los bajos. (Al final de la guerra solo pesaba cuarenta y cinco kilos.) En el campo siguió con sus improvisaciones técnicas para que no decayeran los ánimos, y para recibir las últimas noticias del mundo exterior mediante la construcción de radios secretas, una de las cuales era tan pequeña que Bill podía meterla en el tacón de su zapato; si los guardias la hubieran descubierto, lo habrían torturado y matado. También diseñó y construyó pequeños calentadores de inmersión que usaban los prisioneros cada noche para levantarse la moral con tazas de té que llegaron a contarse por centenares. Los vigilantes nunca entendieron que las luces parpadeasen y se debilitasen cada noche. Phillips siempre quitó importancia a sus vivencias en el campo de prisioneros. Pasaron años antes de que se revelara el episodio más oscuro de esa etapa: en el verano de 1945 él y miles de hombres fueron trasladados a un campo de exterminio donde vieron a los japoneses montando ametralladoras en los muros, orientadas hacia el interior, y donde fueron obligados a cavar sus propias fosas comunes. Otro de los prisioneros era el escritor Laurens van der Post, que en su texto autobiográfico The Night of the New Moon describe este campo de exterminio y narra una osada incursión en compañía de «un joven oficial neozelandés» capaz de hacer «casi milagros» con sus conocimientos técnicos. Phillips, Van der Post y otro oficial, Donaldson, entraron en el despacho del comandante del campo en busca de piezas para la radio en miniatura, que Phillips arregló justo a tiempo para oír una noticia: los americanos habían lanzado una bomba en Hiroshima. Se acercaba el final de la guerra.
Terminado el conflicto, Phillips volvió a Londres, tras el año sabático más largo de la historia, y reanudó sin más los estudios que había dejado a medias en la London School of Economics. Matriculado en sociología, título que contenía algunas asignaturas de economía básica, le intrigaron las ecuaciones matemáticas de tipo casi ingenieril que comenzaban a estilarse en la nueva disciplina de la macroeconomía. A partir de entonces empezó a saltarse las clases de sociología y a desaparecer en el garaje de su casera, en Croydon, un barrio de las afueras de Londres, donde montó una representación hidráulica de las ecuaciones que sus profesores garabateaban en las pizarras de la facultad. Uno de esos profesores era James Meade, para quien lo más fácil habría sido escandalizarse de que un alumno que casi había dejado la sociología fuera a verlo con la propuesta de reformular en términos de fontanería la parte matemática de los estudios económicos, pero que por el contrario brindó a Phillips la protección necesaria para que a finales de 1949 tuviera la oportunidad de mostrar el funcionamiento de su inconcebible aparato a un foro tan severo como el seminario Robbins. Era su gran oportunidad, la última para demostrar que, lejos de haber fracasado como alumno, podía hacer una aportación de peso al nuevo mundo de la macroeconomía. Siempre con un cigarrillo en los labios, o muy cerca de ellos, empezó su intervención al otro lado de los tubos y cubetas de plexiglás. Después de una serie de ajustes puso en marcha una bomba aprovechada de un bombardero Lancaster. El agua teñida de rosa empezó a derramarse en un depósito de la parte superior, desde el que corrió por los diversos recipientes. Sobre el fondo sonoro de la bomba, que zumbaba como una licuadora, Phillips mostró las prestaciones de la máquina. Los profesores se quedaron estupefactos. Quizá no lo habrían estado tanto si hubieran sabido algo más sobre la formación de Phillips, tan insólita que combinaba el estudio por correspondencia de las ecuaciones diferenciales, las nociones de ingeniería hidráulica adquiridas en su etapa de aprendiz, el reciclaje mecánico iniciado en la granja familiar y perfeccionado durante la defensa de Singapur (no era la bomba lo único aprovechado de los restos del Lancaster, de cuyas ventanas procedían los tanques de plexiglás) y, por supuesto, su valentía. La máquina funcionó perfectamente. Al cabo de cinco minutos ya reinaba un entusiasmo generalizado por lo que Phillips había conseguido: el primer modelo computerizado de la economía de un país.
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