jueves, 2 de diciembre de 2021

 Para George Bernard Shaw, la Alemania nazi no era una dictadura reaccionaria, sino una heredera legítima de la Ilustración europea. El nazismo era una mezcolanza de ideas, entre las que se incluían filosofías ocultistas que renegaban de la ciencia moderna. Pero no es correcto considerarlo inequívocamente hostil a la Ilustración. En su calidad de movimiento dedicado a la tolerancia y a la libertad personal, Hitler aborrecía la Ilustración. Al mismo tiempo, como Nietzsche, compartía las enormes esperanzas de la Ilustración para la humanidad. Gracias a la eugenesia positiva y negativa — desarrollando individuos de calidad superior y eliminando a los considerados inferiores— la humanidad adquiriría la capacidad de afrontar las tareas ingentes que tenía por delante. Una vez despojada de las tradiciones morales del pasado y purificada por la ciencia, la humanidad sería dueña de la Tierra. La visión que Shaw tenía del nazismo no iba tan desencaminada. Estaba en sintonía con la imagen que Hitler tenía de sí mismo: la de un audaz modernista. Shaw consideraba que tanto la Unión Soviética como la Alemania nazi eran regímenes progresistas. Como tales, sostenía, estaban legitimados para exterminar a las personas superfluas o que supusieran obstáculos. Este gran dramaturgo defendió toda su vida el exterminio en masa como una alternativa al encarcelamiento. Era mejor matar a los socialmente inútiles, insistía, que derrochar el dinero público encerrándolos. Ésta no era otra de las bromas típicas de Shaw. En una fiesta celebrada en honor de su setenta y cinco cumpleaños en Moscú, durante su visita a la URSS en agosto de 1930, Shaw explicó a su hambriento auditorio que cuando se enteraron de que iba a ir a Rusia, sus amigos le atiborraron de comida en conserva; pero él —bromeó— la tiró toda por la ventana en Polonia, antes de llegar a la frontera soviética. Shaw provocó al público allí presente siendo plenamente consciente de su situación. Sabía que las hambrunas soviéticas eran artificiales. Pero quiso hacerle un guiño jovial a su audiencia convencido como estaba de que el exterminio masivo estaba justificado si promovía la causa del progreso. La mayoría de los observadores occidentales carecían de la clarividencia de Shaw. No podían admitir que el mayor asesinato en masa de los tiempos modernos y, quizá, de toda la historia humana, estuviera ocurriendo en un régimen progresista. Entré 1917 y 1959 más de 60 millones de personas fueron asesinadas en la Unión Soviética. Estas matanzas en masa no se escondían: eran política oficial. Heller y Nekrich escriben: Es incuestionable que el pueblo soviético conocía las masacres que se producían en el campo. De hecho, nadie se esforzó en ocultarlas. Stalin hablaba abiertamente de la «liquidación de los kulaks como clase» y todos sus lugartenientes se hacían eco de sus palabras. En las estaciones de ferrocarril, los habitantes de las ciudades podían ver, muriéndose de hambre, a millares de mujeres y niños huidos de los pueblos. A veces, hay quien se pregunta por qué los observadores occidentales tardaron tanto en reconocer la verdad acerca de la Unión Soviética. El motivo no fue que se tratara de algo difícil de averiguar. Había quedado claramente reflejada en los cientos de libros de los supervivientes exiliados y en las declaraciones de los propios soviéticos. Pero los hechos eran demasiado incómodos como para que los observadores occidentales los admitieran con tanta facilidad. Tenían que negar lo que sabían o lo que sospechaban que era cierto para mantener su conciencia tranquila. Como los aborígenes tasmanios, incapaces de ver los navíos de grandes dimensiones que auguraban su propio fin, estos «bienpensantes» no supieron ver que la búsqueda del progreso había acabado en el asesinato en masa.

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