jueves, 17 de junio de 2021

 


Yo soy del país de las quemas de libros. Sabemos que el placer de aniquilar el libro odiado de una forma u otra sigue siendo o vuelve a ser concorde con el espíritu del siglo y, ocasionalmente, encuentra su expresión telegénica, es decir, espectadores. Mucho peor es, sin embargo, la persecución de escritores, de forma que sus asesinatos, amenazados o consumados, aumentan en todo el mundo, y todo el mundo se ha acostumbrado ya a ese terror incesante. Es cierto que la parte del mundo que se llama a sí mismo libre levanta la voz indignada cuando en Nigeria, como ocurrió en 1995, el escritor Ken Saro-Wiwa, que denunciaba la contaminación de su patria, fue condenado a muerte con sus compañeros de lucha y se ejecutó la sentencia, pero luego vuelve a la normalidad, porque una protesta de base ecológica podría estorbar los negocios de la Shell, ese gigante del petróleo que reina en el mundo.

Ahora bien, ¿qué es lo que hace a los libros y, con ellos, a los escritores tan peligrosos que el Estado y la iglesia, los consorcios mediáticos y los politburós se ven obligados a tomar contramedidas? Rara vez se trata de atentados directos contra la ideología reinante, a los que siguen la orden de callarse o cosas peores. A menudo basta con la prueba literaria de que la verdad sólo existe en plural – lo mismo que no hay sólo una realidad, sino una multitud de realidades – para valorar ese resultado literario como un peligro, un peligro mortal para el respectivo guardián de la sola y única verdad. También el hecho de que los escritores – porque es parte de su profesión – no sepan dejar al pasado en paz, abran heridas demasiado rápidamente cicatrizadas, desentierren cadáveres en sótanos sellados, penetren en estancias prohibidas, coman vacas sagradas o, como hizo Jonathan Swift, recomienden niños irlandeses como asado para la cocina inglesa reinante, es decir, de que, en general, para ellos no haya nada sagrado, ni siquiera el capitalismo, los hace sospechosos, dignos de castigo. Sin embargo, su peor delito sigue siendo que, en sus libros, no quieren hacer causa común con el vencedor de turno en el acontecer histórico, sino que se mueven con deleite por donde los perdedores en esos procesos históricos se mantienen al margen y tienen mucho que contar aunque no sean escuchados. Quien les da la palabra pone la victoria en entredicho. Quien se rodea de perdedores es uno de ellos.

Sin duda, los poderosos, vestidos con un traje de época u otro, no tienen nada, en general, contra la literatura. Incluso les gusta tener una como adorno en su casa y están dispuestos a fomentarla. Actualmente la prefieren entretenida y útil para la cultura de la diversión, es decir, que no debe no ver sólo lo negativo sino dar al ser humano, en su miseria, una lucecita de esperanza. En el fondo, aunque no se pida tan explícitamente como en los tiempos del comunismo, se quiere un «héroe positivo». Hoy en día, ese héroe puede llegar a la jungla sin fronteras de la economía de mercado libre, como un Rambo y, riéndose, pavimentar de cadáveres su camino hacia el éxito; es un tronera que, entre tiroteo y tiroteo, está dispuesto a echar un polvo rápido, un triunfador que deja atrás a los simples perdedores, en resumen, un héroe que deja sus marcas de olor positivas en nuestro mundo gobalizado. Y el deseo de ese tentetieso empedernido se ve también satisfecho por esos medios de información siempre disponibles: James Bond ha empollado muchos hijos que se le parecen como ovejas dolly. A su estilo – cool – el Bien puede seguir triunfando sobre el Mal. Entonces, su contrafigura o contrincante, ¿sería el héroe negativo? No forzosamente.

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