El papel de la literatura como laboratorio experimental ha sido resaltado numerosas veces gracias a la ficción científica, a la especulación acerca de épocas futuras que luego nos ha tocado vivir. La crítica ha repetido hasta la saciedad su admiración por el talento anticipador de novelistas que han sabido incluir en sus fábulas las coordenadas básicas de un mundo que luego ha seguido las pautas allí enunciadas. Lo verdaderamente útil de la fábula como crisol experimental no es la anécdota del acierto en la anticipación técnica, sino el retrato, tanto puntual y directo como en negativo, capaz de trasmutar los colores de un mundo posible, ya sea futuro o actual. Es el hecho en sí de la búsqueda de compromisos humanos, de experiencias trágicas y de situaciones capaces de sacar a la luz de la siempre ambigua necesidad de optar ciegamente ante las necesidades del mundo que nos rodea o puede rodearnos, lo que compone el fresco de la literatura como laboratorio experimental. En realidad el valor de la literatura con experimento de conductas tiene poco que ver con las anticipaciones porque la conducta de los hombres sólo tiene pasado, presente y futuro en un sentido específico y limitado. Hay otros aspectos fundamentales de nuestra forma de ser que resultan, por el contrario, de una pasmosa permanencia, y nos permiten de tal forma conmovernos con una narración emocional radicalmente ajena a nosotros en términos temporales. Es el «hombre universal» el que tiene ese premio mayor de la fabulación literaria, en un taller experimental que no conoce ni fronteras ni tiempos. Son los quijotes, los otelos y los don juanes quienes nos enseñan que la fábula no es más que un ajedrez jugado mil veces distintas con las piezas que el destino puede en cualquier momento hacer aparecer.
Podría pensarse en la más absoluta de las determinaciones como sustrato de la pretendida libertad que estoy pregonando, y así sucedería sin duda alguna de no mediar la presencia de ese ser imperfecto, voluble y confuso que es el autor en tanto que hombre, en tanto que persona. La magia de un Shilock no hubiera jamás aparecido sin el bardo genial cuya dudosa memoria es mucho más inconsciente, por supuesto, que la del personaje a quién proporcionó la vida y privó al alimón de la muerte. ¿Y qué decir de los anónimos clérigos y juglares de los que no conservamos más que el resultado de su talento? Sin duda hay una cosa que merece ser recordada por encima de toda cuanta determinación sociológica o histórica quiera imponérsenos: que hasta el momento, y en la medida en que podemos imaginarnos el futuro de la humanidad, la obra literaria está estrechamente sujeta a la necesidad de un autor, de una fuente individual de aquellas intuiciones éticas y estéticas a las que antes me refería, como filtro de la corriente que sin duda procede de toda la sociedad que la rodea. Es esta conexión entre el hombre y la sociedad la que mejor expresa quizá la propia paradoja del ser humano sujeto al orgullo de su condición de individuo y amarrado, a la vez, a una envoltura colectiva de la que no puede desembarazarse sin riesgo de locura. Cabría extraer una posible moraleja: la que señalaba los límites de lo literario como aquellos que constituyen precisamente las fronteras de la naturaleza del hombre y enseñan más allá de la condición, idéntica por otro lado de dioses y demonios. Nuestro pensamiento puede imaginar los demiurgos, y la facilidad de las culturas humanas para inventar religiones es una muestra cierta de ello; nuestra capacidad para la fábula puede proporcionar la base literaria útil para ilustrarlas, cosa que desde los poemas homéricos no hemos dejado de hacer. Pero ni siquiera de esa forma podríamos llegar a confundir nuestra naturaleza y acabar de una vez para todas con la tenue llama de libertad que late en la conciencia íntima de un esclavo a quien se puede obligar a obedecer, pero no a amar, y a sufrir hasta la muerte, pero no a cambiar sus pensamientos profundos.
Cuando el ciego orgullo racionalista fue capaz de renovar en los espíritus ilustrados la tentación bíblica, la sentencia última que prometía «Seréis como dioses» no tuvo en cuenta que el ser humano había conseguido ya ir mucho más lejos por ese camino. Las miserias y los orgullos que habían jalonado durante siglos la tarea de volverse como dioses había ya enseñado a los hombres una lección mejor: que mediante el esfuerzo y la imaginación podían llegar a ser como hombres. Y no puedo dejar de proclamar, con orgullo, que en esa tarea, por cierto pendiente en una parte bien considerable, la fábula literaria ha resultado ser una herramienta decisiva en todo tiempo y en cualquier circunstancia: un arma capaz de enseñarnos a los hombres por dónde puede seguirse en la carrera sin fin hacia la libertad».
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