miércoles, 16 de junio de 2021



 Leía de una forma especial: con los dedos índices en las orejas. Hay que explicar que mi hermana menor y yo nos criamos en condiciones estrechas, concretamente en una vivienda de dos habitaciones, es decir, que no teníamos un cuarto propio ni ningún otro refugio por diminuto que fuera. Considerado a largo plazo, aquello me fue provechoso, porque así aprendí pronto a concentrarme en medio de la gente y rodeado de ruidos. Como bajo una quesera, estaba tan absorto en mi libro y su mundo narrado, que mi madre, que tenía tendencia a gastar bromas, para probar a una vecina la distracción total de su hijo, me cambió un pan con mantequilla que yo tenía junto al libro y al que daba un mordisco de cuando en cuando por una pastilla de jabón – supongo que Palmolive – con lo que ambas mujeres – mi madre, no sin cierto orgullo -, fueron testigo de cómo, sin levantar la vista del papel, agarraba el jabón, lo mordía y, masticando, necesitaba un minuto largo para ser arrancado a la historia impresa.

Esos ejercicios tempranos de concentración me resultan todavía habituales; sin embargo, nunca he vuelto a leer tan obsesivamente. Los libros estaban en un pequeño armario, detrás de unos visillos azules. Mi madre era de un club del libro. Allí estaban las novelas de Dostoievsky y de Tolstoi al lado de y entre algunas de Hamsun, Raabe y Vicki Baum. También el Gösta Berling de Selma Lagerlöf quedaba a mano. Luego me alimentó la biblioteca municipal. Sin embargo, el primer impulso me lo dio sin duda el tesoro de libros de mi madre. A ella, mujer de negocios a quien le cuadraban las cuentas y que administraba su tienda de ultramarinos al servicio de una clientela a préstamo poco fiable, le gustaba lo hermoso, aprendía melodías de ópera y opereta de un receptor de radio popular, escuchaba de buena gana mis prometedoras historias, iba con frecuencia al teatro municipal y, a veces, me llevaba con ella.

Con todo, esas anécdotas sólo fugazmente esbozadas, vividas en la estrechez de unas condiciones pequeñoburguesas, que hace decenios describí amplia y épicamente en otro lugar y con personajes ficticios, me sirven únicamente para responder la pregunta: «¿Cómo me convertí en escritor?». La capacidad de soñar despierto durante largos ratos, el gusto por el chiste verbal y los juegos de palabras, la pasión por mentir sin ganar nada con ello, porque describir la verdad hubiera sido demasiado aburrido…, en pocas palabras, lo que de forma bastante vaga se llama talento, existía ya sin duda, pero fue la brusca irrupción de la política en el idilio familiar lo que dio a aquel talento que navegaba demasiado ligero un lastre permanente y cierto calado.

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