jueves, 17 de junio de 2021

 En 1893, Henry Ziegland abandonó a su novia y la joven se suicidó. Preso de la ira, su hermano lo siguió hasta su casa y le disparó a bocajarro. Creyendo que lo había matado, decidió pegarse un tiro por el crimen que acababa de cometer. Pero Ziegland no estaba muerto, la bala sólo le había rozado la cara y, en su mortal trayectoria, fue a incrustarse en un árbol del jardín. Definitivamente no era su hora. Ésta llegaría veinte años después, en 1913, cuando Ziegland decidió dinamitar las raíces del árbol, que todavía conservaba el proyectil incrustado. La explosión extrajo la bala y fue entonces cuando salió propulsada, impactando en su cabeza y vengando, de este modo tan curioso, la muerte de la joven desdichada.

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