El primo favorito de mi madre, como ella de origen cachubo, era funcionario del correo polaco del Estado Libre de Danzig. Entraba y salía en nuestra casa y era visita bien acogida. Cuando, al comenzar la guerra, el edificio de correos de la plaza Hevelius fue defendido durante cierto tiempo de los ataques de la Milicia Nacional de las SS, mi tío estaba entre los que se rindieron, y todos fueron juzgados y fusilados marcialmente. De pronto me quedé sin tío. De pronto y de forma persistente, no se volvió a hablar de él. Se le omitió. Sin embargo, aunque estaba como desaparecido, debió de haberse asentado en mí sin que lo hubiera notado durante años, en los que, a los quince, me puse el uniforme, a los dieciséis aprendí a tener miedo, a los diecisiete fui hecho prisionero de guerra americano, a los dieciocho estaba libre y me dedicaba al estraperlo y, finalmente, aprendí la profesión de cantero y escultor, me ejercité en academias artísticas, escribía y dibujaba, dibujaba y escribía versos de pie ligero, hinchados por el viento y piezas de teatro grotescas. Y así siguió la cosa, hasta que a mí, en quien el placer estético era algo innato, me resultó demasiado voluminoso aquel cúmulo de material. Y bajo sus escombros estaba enterrado el primo favorito de mi madre, funcionario de correos fusilado, para ser encontrado y desenterrado por mí – ¿por quién si no? -, a fin de que volviera a la vida, con otro nombre y en otra figura, gracias a una respiración artificial narrativa; esta vez, sin embargo, en una novela cuyos personajes principales y secundarios, ansiosos de vivir, y efectivamente vivitos y coleando, sobrevivieron muchos capítulos, algunos incluso hasta el final, de forma que la permanente promesa del escritor, «continuará…» pudo cumplirse.
Y así sucesivamente. Con la publicación de mis dos primeras novelas El tambor de hojalata y Años de perro y de la novela corta intercalada El gato y el ratón aprendí pronto, siendo un escritor todavía relativamente joven, que los libros causan escándalo y pueden provocar cólera y odio. Lo que, por amor, no le había ahorrado a mi país, fue leído como si ensuciara mi propio nido. Desde entonces se me considera controvertido. Aquí me encuentro, por lo que se refiere a escritores malditos enviados a Siberia o a algún otro lado, en muy buena compañía. No deberíamos quejarnos de ello. Más bien deberíamos considerar estimulante ser permanentemente controvertidos y adecuado también al riesgo de la profesión que hemos elegido. Lo que ocurre es que los autores del simple acontecer verbal escupen de buena gana y con premeditación en la sopa de los poderosos que afirman constantemente su derecho a sentarse en el banco de los vencedores, por lo que la historia de la literatura se comporta de forma análoga al desarrollo y refinamiento de los métodos de censura.
El desfavor de los potentados obligó a Sócrates a apurar hasta las heces su copa de veneno, empujó a Ovidio al exilio, forzó a Séneca a abrirse las venas. Los más hermosos frutos literarios, obtenidos en los jardines de la cultura occidental, decoraron con sus nombres durante siglos, y hasta hoy mismo, el Índice de la iglesia católica. ¿Qué retraso sufrió la Ilustración europea por las medidas de censura de los príncipes reinantes absolutos? ¿A cuántos escritores alemanes, italianos, españoles y portugueses expulsó el fascismo de sus países, de sus espacios lingüísticos? ¿Cuántos escritores fueron víctimas del terror leninista-estalinista? ¿Y a qué coacciones están expuestos todavía hoy los escritores en China, Kenia o Croacia?
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