Así pues, que cada hombre conozca su valía y que tenga los pies sobre la tierra. Que no mire a hurtadillas, que no robe, que no merodee por aquí o por allá con el aire de un menesteroso, un bastardo o un intruso en un mundo que existe para él. Pero el hombre de la calle, al no encontrar en sí mismo un mérito que corresponda a la fuerza que construyó una torre o que esculpió un dios de mármol, se siente desvalido cuando admira estas proezas. Un palacio, una estatua o un libro portentoso se le antojan como objetos ajenos y prohibitivos, semejantes a un alegre cabriolé, y que parecen interpelarle diciendo: «¿Quién es usted, señor?». Y, sin embargo, todas esas cosas son suyas, solicitan su atención y exhortan a sus facultades para que estas acudan a tomar posesión de ellas. El cuadro espera mi veredicto: no está ahí para imponerse, sino que soy yo quien debe determinar su derecho al elogio. Esa fábula popular del tonto a quien recogen en la calle borracho como una cuba, lo llevan al palacio del duque, lo lavan y acuestan en el lecho del noble, y, cuando se despierta, es atendido con la misma obsequiosa ceremonia que si se tratase del duque, asegurándole que había perdido el juicio, debe su popularidad al hecho de que simboliza perfectamente el estado del hombre que, estando en el mundo como una especie de necio, despierta de cuando en cuando, ejercita su razón, y se descubre a sí mismo como un genuino príncipe.
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