Así se definía Charles Bukowski en una entrevista que concedió en 1987. Y fue por declaraciones como esta que se convirtió en un icono de la rebeldía, en un heredero de los poetas malditos, en uno de esos escritores que muchos citan pero que pocos leen de verdad.
Su vida no fue un cuento de hadas. Como él mismo lo describió en
Ham on Rye, sabía muy bien lo que era un banco de parque y el sonido de los dedos de un casero golpeando a su puerta. Bukowski, reconoció su vocación temprano en su vida, pero no hubiera sido sino otro vagabundo más en California de no haber buscado la ayuda de los que la habían experimentado antes.
Nació en Andernach, un pequeño pueblo a orillas de Rin, y desde los tres años vivió en Los Ángeles. Desde niño su vida estuvo marcada por la miseria personal y económica. Tuvo constantes enfrentamientos con su padre, un alcohólico que lo golpeaba constantemente, y desavenencias con su madre, quienes fueron protagonistas de episodios de violencia doméstica gracias a la depresión económica y el rechazo hacia los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. A los 16 años sufrió una enfermedad en la piel que le dejó unas impresionantes cicatrices en la cara y la espalda, lo que lo convirtió en un adolescente aislado. Se refugiaba entonces en la librería pública donde leía a Céline, D. H. Lawrence y Chejov.
Después de pasar unos meses en la universidad descubrió que lo suyo era la bebida y las apuestas. Durante largo tiempo vivió del dinero que se ganaba en el hipódromo de Santa Anita y, cuando tenía mala suerte, dormía en los parques. Lo único que le importaba en ese momento de su vida era beber. A los 25 años comenzó a escribir relatos cortos que enviaba a revistas literarias como
Harper’s y The New Yorker. Pero los editores de estas prestigiosas publicaciones, un poco aterrados por la crudeza de los cuentos, ignoraban sus textos. Él entendió estos rechazos como una falta de talento y prefirió dedicarse a buscar trabajos temporales como portero y cartero. En las noches se iba a emborrachar a los peores bares de Los Ángeles y por lo general terminaba envuelto en peleas callejeras. Neeli Cherkoski, autor de
Hank: la vida de Charles Bukowski, afirma que durante ese período Bukowski pasó varias noches en la cárcel y trató de suicidarse tres veces.
En 1942 se fue a vivir con Jane Cooney Baker, una prostituta que conoció en un bar. Durante una década se dedicaron a vagar por la ciudad y a tomar cantidades enormes de alcohol. Pero esta primera historia de amor no tuvo un final feliz: ella murió intoxicada y él, con sólo 35 años, estuvo a punto de morir a causa de una úlcera. Esta experiencia quedó registrada en
Barfly, una película de Barbet Schroeder basada en un guión del mismo Bukowski.
Después de la muerte de Jane, Bukowski se quedó solo y se dedicó a escribir sobre todo lo que odiaba del mundo, todo lo que lo obsesionaba. Esa sería la actividad que ocuparía la mayoría de su tiempo en los siguientes 40 años. Sus primeros textos eran una mezcla de poesía y relato breve que siempre sucedían en el bajo mundo y giraban en torno a los mismos seres oscuros: prostitutas, borrachos, jugadores empedernidos y delincuentes. Bukowski describió con detalle lo más decadente de la sociedad estadounidense y fue uno de los primeros que se atrevió a hacer literatura a partir del mundo underground: sus personajes eran los hombres y las mujeres que no estaban invitados a hacer parte del ‘sueño americano’.
En 1960, en pleno auge de la sicodelia, Bukowski publicó su primera obra con la pequeña editorial Hearse Press. El libro de poemas
Flower, Fist and Bestial Wail
(algo así como Flor, puño y gemido animal) lo convirtió de inmediato en una voz importante de la escena de la poesía underground. Los editores de revistas literarias de vanguardia lo llamaban para que publicara sus textos y las librerías lo invitaban para que diera recitales. Bukowski empezó a convertirse en mito. Pero a él sólo le importaba beber.
A pesar de la fama, nunca cambió su estilo de vida. Cuando lo invitaban a recitales llegaba borracho e insultaba al público, y cuando daba entrevistas se burlaba del periodista. Siempre evitó los ambientes literarios y académicos y se escondía en los bares y en habitaciones de moteles. Pero su comportamiento sólo servía para aumentar su fama.
¿Qué otra cosa —se pregunta Bukowski en su obra— hacemos los habitantes de este sanguinario planeta que jugar a matar el tiempo, mientras el tiempo hace exactamente lo propio, resultando además y siempre el único triunfador? En sus narraciones truculentas y en su frenética poesía Bukowski hace el retrato veraz de nuestra existencia: siempre se pierde, sin importar las ganancias económicas o la fama o los logros y el éxito. Al final del camino sólo nos espera un cadáver trasquilado por la dureza del camino, una tumba abierta para engordar lo único que es ciertamente nuestro, nuestros gusanos, y la odiosa presencia de los parientes que nunca nos quisieron y los amigos que nos envidiaron. Bukowski analiza a fondo la materia sucia de la vida, sin teorizar ni filosofar, sin la necesidad de la agresión del pensamiento. Y revela la vida como un mal viaje, un mal experimentado por los humanos idiotizados ante el paso enajenante de la rutina y de sus demonios disfrazados de progreso, moral y superación. Nuestro paso por la tierra —dice— es una cruenta comedia de errores que se alimenta con la llegada de millones de nuevos seres a la tierra que luego se convertirán en los Reyes Machos y la Reinas Hembras de una nauseabunda civilización sometida por los coños y los jefes, los falos y los culos que apenas satisfacen el poder de los que sólo ambicionan poder. Y el único que será eterno y feliz es el dinero, el dios de este mundo.
La poesía de Bukowski, al que le gustaba vanagloriarse de haber escrito su primer poema con 35 años, está marcada por un realismo descarnado y lírico a un tiempo, explícito, tierno en ocasiones y brutal en otras, abundante en datos autobiográficos, personalísimo y pleno de humor ácido y desencantado. Como sus narraciones, sus poemas son vitales y vitalistas, pero también muy mortales, y están llenos de drogas, alcohol y sexo. Gracejo, profundidad, cultura y humor, todo ello envuelto en un lirismo que a veces es hondo y a veces remeda la superficialidad sin conseguirlo.
Murió en 1994, a los 74 años, una edad sorprendente para alguien que llevó semejante estilo de vida. Su gran aporte a la literatura estadounidense, y a la literatura en general, fue su honestidad y su búsqueda de una literatura menos artificial, más viva.
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