El hombre rico de nuestros
tiempos tiende a ser de un tipo muy diferente. Nunca lee. Si
decide crear una galería de pintura con el fin de realzar su
fama, delega en expertos para elegir los cuadros; el placer que
le proporcionan no es el placer de mirarlos, sino el placer de
impedir que otros ricos los posean. En cuanto a la música, si
es judío puede que sepa apreciarla; si no lo es, será tan inculto
como en todas las demás artes. El resultado de todo esto es
que no sabe qué hacer con su tiempo libre. El pobre hombre
se queda sin nada que hacer como consecuencia de su éxito.
Esto es lo que ocurre inevitablemente cuando el éxito es el
único objetivo de la vida. A menos que se le haya enseñado
qué hacer con el éxito después de conseguirlo, el logro dejará
inevitablemente al hombre presa del aburrimiento.
El hábito mental competitivo invade fácilmente regiones que
no le corresponden. Consideremos, por ejemplo, la cuestión
de la lectura. Existen dos motivos para leer un libro: una, dis-
frutar con él; la otra, poder presumir de ello. En Estados Uni-
dos se ha puesto de moda entre las señoras leer (o aparentar
leer) ciertos libros cada mes; algunas los leen, otras leen el
primer capítulo, otras leen las reseñas de prensa, pero todas
tienen esos libros encima de sus mesas. Sin embargo, no leen
ninguna obra maestra. Jamás se ha dado un mes en que Ham-
let o El rey Lear hayan sido seleccionados por los Clubes del
Libro; jamás se ha dado un mes en que haya sido necesario
saber algo de Dante. En consecuencia, se leen exclusivamente
libros modernos mediocres, y nunca obras maestras. Esto
también es un efecto de la competencia, puede que no del
todo malo, ya que la mayoría de las señoras en cuestión, si se
las dejara a su aire, lejos de leer obras maestras, leería libros
aún peores que los que seleccionan para ellas sus pastores y
maestros literarios.
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