La risa no es un mal principio para una amistad y,
desde luego, es la mejor manera de terminarla -dijo
el joven lord, arrancando otra margarita.
Hallward negó con la cabeza.
-No entiendes lo que es la amistad, Harry -
murmuró-; ni tampoco la enemistad, si vamos a eso.
Te gusta todo el mundo; es decir, todo el mundo te
deja indiferente.
-¡Qué horriblemente injusto eres conmigo! -
exclamó lord Henry, echándose el sombrero hacia
atrás para mirar a las nubecillas que, como madejas
enmarañadas de brillante seda blanca, vagaban por
la oquedad turquesa del cielo veraniego-. Sí; horri-
blemente injusto. Ya lo creo que distingo entre la
gente. Elijo a mis amigos por su apostura, a mis
conocidos por su buena reputación y a mis enemi-
gos por su inteligencia. No es posible excederse en
el cuidado al elegir a los enemigos. No tengo ni uno solo que sea estúpido.
Todos son personas de cierta talla intelectual y, en consecuencia, me aprecian.
¿Te parece demasiada vanidad por mi parte? Creo
que lo es.
-Coincido en eso contigo. Pero según tus categor-
ías yo no debo de ser más que un conocido.
-Mi querido Basil: eres mucho más que un conoci-
do. -Y mucho menos que un amigo. Algo así como
un hermano, ¿no es cierto?
-¡Ah, los hermanos! No me gustan los hermanos.
Mi hermano mayor no se muere, y los menores
nunca hacen otra cosa.
-¡Harry! -exclamó Hallward, frunciendo el ceño.
-No hablo del todo en serio. Pero me es imposible
no detestar a mi familia. Imagino que se debe a que
nadie soporta a las personas que tienen sus mismos
defectos. Entiendo perfectamente la indignación de
la democracia inglesa ante lo que llama los vicios de
las clases altas. Las masas consideran que embria-
guez, estupidez e inmoralidad deben ser exclusivo
patrimonio suyo, y cuando alguno de nosotros se
pone en ridículo nos ven como cazadores furtivos
en sus tierras.
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