El hombre es pusilánime y proclive a las disculpas. Como le falta firmeza para atreverse a decir «yo pienso», «yo soy», cita a cualquier santo o sabio. Se avergüenza ante la brizna de hierba o el esplendor de la rosa. Las rosas que crecen bajo mi ventana no son indicio de rosas previas ni mejores: son lo que son; existen con Dios, aquí y ahora. Para ellas no hay tiempo. La rosa es simplemente perfecta; perfecta en cualquier momento de su existencia. Para que veamos brotar una yema en una planta, antes ha tenido que obrar en ella la vida por entero; en la flor plenamente abierta no hay nada más; en la raíz sin hojas no hay nada menos. Su naturaleza está cumplida, y cumple a la naturaleza, en todos los momentos por igual. El hombre, empero, pospone o recuerda; no vive en el presente sino que, girando sus ojos al pasado, se lamenta, o haciendo caso omiso de las riquezas que tiene a su alrededor, se pone de puntillas para atisbar el futuro. No podrá ser feliz ni fuerte a menos que él también viva con la naturaleza en el presente, por encima del tiempo.
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