La poesía es una percepción, un estado de ánimo. Como percepción subjetiva, como estado de ánimo, no se encuentra en los objetos en sí; se encuentra en la proyección que hacemos de nuestra manera de sentir y de mirar en un objeto, persona o situación. Cuando la amada la pregunta a Bécquer –gran poeta- “¿qué es poesía?” y él responde: “Poesía eres tú”, hace esa proyección: coloca afuera, en la mujer amada, aquello que él siente: “la ve” como la encarnación de la poesía. Proyectamos en un paisaje, en un objeto, en una situación las emociones y los sentimientos –o los pensamientos- que llevamos en nuestro interior. Porque la poesía no está sólo en el verso. Los naufragios de Turner, los mares de Caspar D. Friedrich, los cuadros de Hopper, los tangos, las escenas de una película, un perfume, una mirada y una ecuación, la resolución de un teorema pueden ser poéticos. Antonio Machado dijo que la inteligencia no escribía versos, pero se refería sin duda a la inteligencia racional; yo conozco a hombres y mujeres de ciencia que se extasían poéticamente ante la ecuación de la relatividad de Einstein. Ahora bien, no todas las emociones son poéticas; se necesita quien las convierta en poesía: quien proyecta y quien percibe esa proyección. Doble espejo: quien percibe, lo percibido y quien percibe aquello que otro percibió.
Escribo a partir de una emoción (mejor dicho, y vuelvo a citar a Bécquer: “No escribo cuando estoy emocionado, escribo cuando recuerdo la emoción”) y me emociono con extraordinaria facilidad e intensidad, no sigo ningún ritual; yo diría que la poesía me asalta, me sorprende, me ilumina. Y cuando lo hace, entro en estado de trance, por tanto, no se me ocurre ningún ritual. En un poema que publiqué hace tiempo, ese “acceso” de percepción poética lo llamé “estado de gracia.” Casi siempre se trata de un verso que me asalta en cualquier momento, pero que sin duda, se formó en mi inconsciente a partir de todo lo vivido, lo soñado, lo sentido, lo deseado o añorado. Una vez, una periodista me preguntó cuánto tiempo había tardado en escribir un poema. Le contesté: “Toda la vida”: no me refería al “tiempo” cronológico, sino al yo y mis circunstancias, como diría Ortega y Gasset. Ningún poeta puede reconocer de manera precisa el camino que lo llevó hacia ese verso, del cual extrajo el poema, como una veta de la caverna.
La nostalgia me parece una fuente inagotable de poesía. Queremos retener lo que perdemos, y perdemos en todo momento. Ahora mismo estoy perdiendo lo que escribo: este instante no se repetirá. De modo que quizás, dentro de unos días, pueda escribir un poema que diga algo como esto: “La tarde era calurosa y gris // sonaba una música distante, antigua // y yo respondía las preguntas de Nidia Hernández//….” Es sólo un ejemplo. Un poema de mi libro Lingüística general dice: “Escribimos porque las cosas de las que queremos hablar// no están.”
Ontológicamente, nada está: todo es fugitivo. Por eso, siempre habrá poesía, que persigue lo efímero como el arquero al bisonte que huye.
No trabajo el poema. O fluye como mana un río, o no es. No lo trabajo. Soy impaciente con la escritura y no me fijo ni horarios, ni corrijo, ni vuelvo sobre el poema escrito (con la narrativa me ocurre lo mismo). Me encanta no saber qué dirá el verso siguiente y descubrirlo. Si lo supiera racionalmente, no lo escribiría. Sólo después, descubro que de una manera inconsciente lo sabía. Los antiguos griegos hablaban de las Musas; yo lo llamo mensajes del inconsciente. Antes, escribía los poemas a mano, en cualquier papel, en cuadernos, en hojas sueltas; ahora, por economía funcional –el dolor de espalda- y porque me gusta verlos como si estuvieran impresos, prefiero el ordenador.
De chica –el deseo de l@ niñ@s es insaciable- quería ser escritora, bióloga –especialmente: conducta animal- y pianista. El primero de los deseos me parecía el más fuerte, pero me costaba renunciar a los otros. Y como lo leía todo –poesía, cuentos, novelas, ensayos, prospectos de medicamentos, guías de cine- tenía claro que iba a ser una escritora total, sin preferencia por algún género. No me equivoqué. William Faulkner escribió en su diario: “En la adolescencia quise ser poeta, y me di cuenta de que para ser poeta, era necesario ser un genio, y yo no lo era, de modo que me pasé al cuento; me di cuenta de que para ser un buen cuentista era necesario ser un genio, y yo no lo era, por lo cual, me decidí por la novela, porque no se necesita ser un genio para escribir una buena novela.” A mí solo me gustan las novelas escritas con el rigor y la percepción de la poesía.
La función de escritor surge por primera vez en la Historia en Egipto, durante el reinado de los Faraones. Estos nombran a unos funcionarios muy importantes, los escribas, y les adjudican dos funciones: describir el presente y vaticinar el futuro. Son dos funciones fundamentales: la primera es testimoniar todo lo existente, de modo que si un meteorito destruye la tierra pero se salvan los libros de los escribas, ahí está la constancia de cómo era el mundo. En cuanto a vaticinar el futuro, tiene una función trascendental: si sabemos leer en el presente los signos del futuro, podremos ponernos a salvo, guiar el sentido de la Historia. Y quiero recordar que hay una figura equivalente en la literatura clásica: la trágica Casandra, condenada a profetizar sin ser oída. Es un destino tremendo, quizás el más dramático que se pueda concebir: hablar sin ser oída. No se puede imaginar una soledad mayor (ella misma, en La Eneida, intenta salvar a Corebo, su enamorado, diciéndole que huya de una muerte segura, pero Corebo no le hace caso, y muere). Hay que ser muy lúcido y muy diabólico para imaginar a una profeta que no es escuchada. Hasta Jesús tuvo oyentes, pero Casandra, no. Bien, creo que a grandes rasgos, los Faraones acertaron, y esas dos siguen siendo las tareas “cívicas” de los escritores: consignar el presente y profetizar el futuro. Con humildad, pero con entereza. Consignar el presente es tarea casi imposible, de ahí la humildad: voy a consignar lo que pueda, porque el todo es inabordable (Balzac lo intentó con la sociedad francesa del XIX en su magno proyecto: La comedia humana). Incluye desde describir el exilio hasta cómo hacen el amor ciertas parejas; cómo Hitler llegó al poder y cómo menstrúan las mujeres. En cuanto al porvenir, Kafka, en sus conversaciones con Janouch dijo: “La literatura es, a veces, un reloj que adelanta.” Lamentablemente, la mayoría de los escritores han seguido el destino de Casandra: profetizan sin ser escuchados. Y no quiero decir que siempre sus profecías sean verdaderas, pero suelen contener mayor acierto que los planes de los ministros de Economía o de Hacienda.
Me inscribo en esa tradición: consignar el presente, leer el futuro. Yo escribí un relato, en el año 1971 titulado La rebelión de los niños. En él, los militares golpistas mataban a los rebeldes, incluidas las madres embarazadas, y entregaban a los bebés a familias “bien” para que los educaran, lejos de sus padres. No pude publicarlo en ese momento, en Montevideo, porque yo estaba censurada. Pero lo publiqué un par de años después, en Venezuela, en Monte Ávila, Editores. Cuando cayeron las dictaduras del Cono Sur se supo que ese había sido el procedimiento habitual de los represores: matar a las madres y entregar a los bebés a familias de la oligarquía o de los militares. No me lo había inventado: me puse en la cabeza de un militar golpista y la idea me brotó, como le habrá brotado a ellos. No fueron los primeros. En la Guerra civil española –lo supe mucho después- ocurrió lo mismo. Y habrán ocurrido cientos y miles de veces a lo largo de la Historia. Los seres humanos nos repetimos maníacamente. Especialmente, repetimos las injusticias, las crueldades.
Escribo una poesía rigurosamente contemporánea, lo cual le permite ser universal y atemporal. Me interesa el mundo en el que vivo, el tiempo en que vivo, aunque para saber más acerca de él, tenga que encontrar las raíces y los orígenes en el pasado y en otras culturas. Por ejemplo: para poder admirar un astrolabio y hablar de él en un poema, tengo que remitirme a la cultura árabe, sólo en ese aspecto. Para mí fue la confirmación de esa intuición encontrar un aforismo de Rimbaud: “El poeta debe ser moderno.” Moderno no quiere decir estar de moda, sino ser un hombre interesado por su época.
Si entiendo bien tu pregunta –y es una buena pregunta- me estás interrogando acerca de “dónde estoy” con relación a la realidad cuando escribo un poema. Bien: me gusta mucho más la poesía –la literatura y el arte en general- que la realidad, porque la realidad está llena de incertidumbre, de claroscuros, de banalidades, de tonterías, imbecilidad, prepotencia, errores, en cambio, en el arte, la interpretación está asegurada y la incertidumbre es un juego (como ocurre en las novelas policíacas que nunca leo). Necesitamos el arte porque es un orden en medio del caos y el sinsentido cotidianos. Los psicólogos y los padres y madres se preguntan a menudo por qué los niños necesitan de manera obsesiva que el relato que le hemos contado cientos de veces no cambie una sola palabra, todo sea idéntico a la primera vez. Yo creo que es porque los niños han comprendido inconscientemente que el relato es un orden: configura, estructura una ficción con visos de realidad. Si la hormiguita (de La Hormiguita viajera, que me fascinaba de chica) tenía el vestido rojo, cuando abandonó el hormiguero, la segunda vez que le contamos el cuento al niño, el vestido no puede cambiar de color. Eso sería traumático para el niño o la niña, que necesitan certezas. La primera certeza que necesitan es que las cosas no cambien a gusto de quien las cuenta. Preferimos el arte porque en él la realidad se estructura mejor. Aunque se trate de una película diabólica y de terror, o un drama, o un paisaje gótico, trágico: hasta para el espanto necesitamos un orden. Cuando hay un asesino en serie, en la realidad, inmediatamente surgen las hipótesis: es un paranoico, un enfermo mental, padeció traumas en la infancia… qué alivio cuando encontramos una explicación. La función de las religiones es la misma: dar un sentido al sufrimiento, a las desigualdades, a la injusticia, a la muerte, a los accidentes, al dolor. También a la belleza. La belleza es inquietante. La inquietud de la belleza que fue percibida por Stendhal, entre otros (“Viaje a Italia”) es el tema de mi novela El amor es una droga dura, porque yo padezco también el síndrome de Stendhal: la belleza me provoca reacciones físicas y psicológicas, una tremenda excitación, un desorden del pensamiento. En la literatura, hasta el mal y la crueldad se ordenan mejor. Yo no soporto al Marqués de Sade (con perdón de mis queridos Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik) pero sin duda soportaría mejor sus relatos que haberlos vivido en la realidad.
El arte es como la religión: nos tranquiliza, en cierto sentido, nos gratifica frente al dolor y al desorden del mundo. Da sentido a las experiencias. Imagino una sociedad sin religión, pero nunca sin arte.
Sólo escribo sobre lo que me interesa, obviamente, pero no escribo sobre todo lo que me interesa, es verdad. Me interesa el comportamiento animal, por ejemplo: descubrir que la organización social de los bonobos, basada en la bisexualidad y el intercambio permanente de sexo, caricias, comida, evita por completo la agresividad. Me interesa estudiar, averiguar, descubrir cómo las mujeres se fueron rebelando contra la opresión, o por qué el cuerpo femenino fue estudiado en las universidades de Medicina sólo como una “variante” del masculino. En una palabra: tengo una sed infinita de saber, de conocimiento, lo cual me permite no aburrirme nunca. Lamentablemente, como soy una persona limitada, no tengo igual acceso a todas las disciplinas: soy muy mala para la geometría, para todo lo que necesita una categorización o una abstracción espacial. Me pierdo por las calles, equivoco las direcciones: el espacio es un enigma para mí. Sin embargo, cuando las calles tienen número, como en N. York, o cuando me desplazo en metro, no tengo problemas.
Cívicamente, he luchado por todas las causas que me han parecido justas y nobles, y sigo amando la educación, la pedagogía, aquello que los antiguos llamaban paideia. Sigo amando la música, que es poesía. Y la poesía, es música.
Creo que una de las funciones de la literatura es la crítica social y política, pero alejada de cualquier dogma. Siempre dije que si no me hubiera tenido que exiliar de Uruguay por una dictadura de derechas, me habría exiliado por una de izquierdas, y alguna vez coincidí con Milan Kundera en París, en algún coloquio, y criticábamos las mismas cosas, él desde una dictadura comunista, yo desde el fascimo.
La mejor definición que conozco acerca del poder es que poder significa poder hacer sufrir, y por eso, me repugna. Y el poder es egocéntrico: sólo se ama a sí mismo. Prefiero la autoridad al poder. La autoridad es el respeto que se ganan ciertas ideas, ciertos sentimientos o emociones, ciertas personas, por su calidad, no por la fuerza.
Como exiliada que fui, mi relación con el poder ha sido de oposición, enfrentamiento, rechazo y me han perseguido, también estuve exiliada del franquismo: haber sobrevivido ha sido milagroso.
En l976, creo, fui invitada a un congreso de poetas en Montreal. Todos los poetas debíamos expresarnos en francés. Para que las sesiones fueran más intensas y para evitar los rigores de un invierno tremendamente frío, nos instalaron en un hotel, en un bosque en las afueras de Montreal, convenientemente equipado. Si no estábamos en las sesiones, sólo podíamos estar o en el bar del hotel, o en la sala de juegos, o leyendo las ponencias de los otros poetas. Por cierto: eran cincuenta hombres y solo cuatro mujeres. Yo, la única de lengua castellana. Entre los invitados estaba el excelente poeta norteamericano Robert Duncan, un hombre mucho mayor que yo (debía tener entonces más de 70 años, yo tenía 35). Me aburría solemnemente en las sesiones, y miraba para afuera: el maravilloso bosque de arces, rojos en el otoño. Me parecía lo más poético de todo el congreso: el gran bosque rojizo, con la nieve en el suelo, las hojas caídas y el perfume de los troncos (hay que recordar que el arce es la hoja simbólica de Canadá). Las sesiones eran largas, lentas. En un momento no aguanté más: tenía ganas de caminar por el bosque, tocar las hojas, los troncos, la nieve. Me deslicé inadvertidamente hasta la puerta del salón de reuniones, y me escabullí hacia el bosque. Conseguí llegar sin ser vista, y de inmediato, llena de placer, empecé a acariciar las hojas rojizas, el musgo, la nieve… de pronto, me di cuenta de que alguien más había conseguido escapar de las pesadísimas sesiones: el anciano Robert Duncan. El, como yo, estaba extasiado en el bosque. Me miró, nos sonreímos (sólo nos habíamos visto en el congreso) y me dijo: “Ça, c ést la vrai poesie” (Esta es la verdadera poesía). Coincidí completamente. Entre cincuenta y tantos poetas, fuimos los únicos que nos escapamos para estar en medio de la naturaleza, la creadora de poesía.
Nunca he tenido interés en conocer a ningún escritor, a ningún poeta. Amo sus obras, pero no experimento el deseo de conocer a quienes las escriben: la obra suele ser lo mejor de un artista. Aún así, necesariamente, he conocido a muchos, en congresos, conferencias, en universidades. Mi intensa amistad con Julio Cortázar ha sido la excepción. Y Julio Cortázar escribía poesía, amaba la poesía, era un gran lector de poesía. Escribió algunos poemas que luego publicó en el libro; Salvo el crepúsculo y quince de ellos están dedicados a mí, con el seudónimo de Cris. Es la excepción.
Con Homero Aridjis –me gusta muchísimo como poeta- las pocas veces en que hemos coincidido, hablamos de la protección a las mariposas azules, las monarcas, que emigran de California a México y estuvieron a punto de perder su lugar de apareamiento porque una empresa japonesa compró el acantilado. Consiguió con su movimiento verde que la empresa desistiera.
Cuando cayó la dictadura del monstruo de Pinochet fui invitada por el Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile a hablar de mi novela La Nave de los locos en varias universidades chilenas. Lo hice. La ministra me invitó a conocer el lugar que quisiera. Le dije que quería ir a Isla Negra, donde Pablo Neruda tenía sus maravillosas colecciones de objetos de mar, y otras, no menos hermosas: botellas, mariposas, calzado de mujer, botas de mujer, conchas marinas, en fin: las colecciones que a mí me hubiera gustado tener, pero mi pobreza me lo impidió. Yo había publicado en la editorial Lumen de Barcelona un hermosísimo libro de poemas de Neruda y fotografías de Isla Negra –que no es isla, ni es negra- y es uno de los libros más hermosos que se han hecho nunca. Un auto del ministerio me llevó –conducido por Ariel, un funcionario que había sido chofer de la esposa de Pinochet y ahora, lo era de esta exiliada-. Me recibió la directora de las tres casas de Neruda, convertidas en museos. Quedé fascinada. Ahí estaba todo lo que yo hubiera deseado ver: mascarones de proa, botellas con barcos, botes, redes de marinería, nudos, frascos de vidrio soplado, una infinita variedad de conchas, de mariposas, de botas de mujer, de relojes… Neruda decía: los objetos vienen a mí. Pero a diferencia de Neruda, yo no soy coleccionista –quizás porque no he tenido sus posibilidades económicas-: a mí me basta con ver los objetos, quiero mirarlos, contemplarlos, prescindo de poseerlos (quizás es resignación).
El europeo que más me ha interesado es Vaclev Havel, el poeta e intelectual que encabezó el movimiento de disidentes contra el comunismo en Checoeslovaquia. Durante varios años fue presidente de su país y al final de su vida, con la lucidez que siempre lo caracterizó, hizo una agudísima crítica también al capitalismo. Vaclev –murió de un cáncer hace poco tiempo- no sólo era un buen escritor, sino un hombre profundamente humano y ético –me parecen la misma cosa-. Un hombre con unos principios inquebrantables: justicia, dignidad, austeridad, honradez, altura de miras, voluntad de servicio. Alguien que como no venía del mundo de la política –sino del pensamiento y de la poesía- dignificó esa función, tan poco digna, generalmente. También conocí a una escritora croata que escribió un libro sobre la terrible guerra serbio-croata, contando los horrores de la descomposición un país donde habían convivido pacíficamente distintas nacionalidades, credos e ideologías. Fue tan valiente como para denunciar las violaciones, las torturas, los horrores de los hombres de la guerra, poniendo en riesgo su vida y la de su familia.
La guerra es una cuestión de hombres. Ellos bautizan sus misiles como bautizan a su pene; construyen aviones no tripulados para bombardear poblaciones: sufren de priapismo. Todo tiene que ser símbolo fálico. Por eso me interesa el testimonio de un hombre como Havel, nada machista, o de las mujeres, víctimas de todo tipo de agresiones.
En este momento, el único hombre con un proyecto distinto en Europa es el presidente de Francia, Hollande. Tiene que demostrar que hay otra manera de salir de la crisis económica que no sea el sufrimiento de los parados, el hambre de los inmigrantes, la explotación de los trabajadores. Ha logrado gravar con un alto impuesto a las fortunas y se niega a subir los impuestos.
No amo a ningún poeta, pero amo, en cambio, la obra de muchos de ellos. La lista podría ser larguísima, pero abreviaré: Vicente Huidobro, César Vallejo, Juana de Ibarbourou, Pedro Salinas, el gran Pablo Neruda, Oliverio Girondo, Homero Aridjis, José Emilio Pacheco, Juan Gelman, Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, Caballero Bonald, Jaime Gil de Biedma. En otras lenguas: enormes: Apollinaire y Baudelaire. Catulo, Dante, Virgilio. Wallace Stevens, Bukowski, la Zymbroska (genial). Hasta los poetas mediocres a veces han escrito un buen poema.
A un joven poeta –o a una joven poeta- le diría que se mirara poco el ombligo y en cambio, mirara todo lo demás. Y que cultivara el oído de la lengua en que escribe. Ser poeta es, siempre, ser músic@.
A la humanidad le diría lo mismo que a cualquier persona: más amor, menos ego, menos vanidad.
Me preocupa que la búsqueda de beneficios económicos (la ambición, la codicia) hagan olvidar lo más importante: salvar los recursos del planeta, que no son inagotables. Cuidar el medio ambiente: más del 65% de las enfermedades respiratorias y las alergias se deben a los altos niveles de contaminación ambientales. Y el extraordinario avance del cáncer se debe, también, a la contaminación.
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