«Veo que usted está enamorado de las palabras, señor Andrews. Disfruta bailando con ellas. Pero las palabras son solamente las notas. Son las ideas las que forman la melodía. Son las ideas las que estructuran nuestra vida». «Me declaro culpable», contestaba Paul en la carta siguiente. «No puedo tragar y digerir las palabras, me encanta bailar con ellas. Espero ser siempre culpable de esa ofensa».
«Por eso siempre abrazaré la soledad. Sé que cometo el error de suponer que otros comparten mi pasión por las grandes palabras. Sé que les impongo mis pasiones. Imagínese la forma en que todas las criaturas huyen y se dispersan cuando me acerco a ellas».
«Entonces, Claude, ¿qué otra cosa me queda más que buscar la mente más ágil y noble que pueda encontrar? Necesito una mente así para apreciar mi sensibilidad, mi amor por la poesía, una mente incisiva y con el descaro suficiente para dialogar conmigo. ¿Alguna de mis palabras aceleran tu corazón, Claude? Necesito un compañero de pies ligeros para este baile. ¿Me harías el honor?».
«Paul, tu excesiva glorificación de la experiencia pura está adquiriendo una dirección peligrosa. Debo recordarte nuevamente la advertencia de Sócrates: una vida sin análisis no vale la pena ser vivida».
«Si tengo que elegir entre vivir y analizar, elijo vivir. Huyo de la enfermedad de la explicación y lo animo a que haga lo mismo. El impulso de explicar es una epidemia del pensamiento moderno cuyos portadores principales son los terapeutas contemporáneos: cada uno de los psiquiatras que he conocido sufren de ese mal, que es adictivo y contagioso. La explicación es una ilusión, un espejismo, una construcción, una canción de cuna reconfortante. La explicación no existe. Llamémosla por su nombre: la defensa de un cobarde contra el terror, el tremendo y doloroso terror a la precariedad, a la indiferencia y el azar de la pura existencia».
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