Yo era el más desvalido de la cofradía, y muchas veces me refugié en el café Roma para escribir hasta el amanecer en un rincón apartado, pues los dos empleos juntos tenían la virtud paradójica de ser importantes y mal pagados. Allí me sorprendía el amanecer, leyendo sin piedad, y cuando me acosaba el hambre me tomaba un chocolate grueso con un sanduiche de buen jamón español y paseaba con las primeras luces del alba bajo los matarratones floridos del paseo Bolívar. Las primeras semanas había escrito hasta muy tarde en la redacción del periódico, y dormido unas horas en la sala desierta de la redacción o sobre los rodillos del papel de imprenta, pero con el tiempo me vi forzado a buscar un sitio menos original.
La solución, como tantas otras del futuro, me la dieron los alegres taxistas del paseo Bolívar, en un hotel de paso a una cuadra de la catedral, donde se dormía solo o acompañado por un peso y medio. El edificio era muy antiguo pero bien mantenido, a costa de las putitas de solemnidad que merodeaban por el paseo Bolívar desde las seis de la tarde al acecho de amores extraviados. El portero se llamaba Lácides. Tenía un ojo de vidrio con el eje torcido y tartamudeaba por timidez, y todavía lo recuerdo con una inmensa gratitud desde la primera noche en que llegué. Echó el peso con cincuenta centavos en la gaveta del mostrador, llena ya con los billetes sueltos y arrugados de la prima noche, y me dio la llave del cuarto número seis.
Nunca había estado en un lugar tan tranquilo. Lo más que se oía eran los pasos apagados, un murmullo incomprensible y muy de vez en cuando el crujido angustioso de resortes oxidados. Pero ni un susurro, ni un suspiro: nada. Lo único difícil era el calor de horno por la ventana clausurada con crucetas de madera. Sin embargo, desde la primera noche leí muy bien a William Irish, casi hasta el amanecer.
Había sido una mansión de antiguos navieros, con columnas enchapadas de alabastro y frisos de oropeles, alrededor de un patio interior cubierto por un vitral pagano que irradiaba un resplandor de invernadero. En la planta baja estaban las notarías de la ciudad. En cada uno de los tres pisos de la casa original había seis grandes aposentos de mármol, convertidos en cubículos de cartón -iguales al mío- donde hacían su cosecha las nocherniegas del sector. Aquel desnucadero feliz había tenido alguna vez el nombre de hotel Nueva York, y Alfonso Fuenmayor lo llamó más tarde el Rascacielos, en memoria de los suicidas que por aquellos años se tiraban desde las azoteas del Empire State.
García Márquez
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