La consciencia de la muerte es la enfermedad inevitable de todo ser humano, su condena, y al mismo tiempo su salvación. El origen de su angustia y la fuerza que empuja el latir de sus deseos.
Mirar de frente a la muerte es una
invitación a salir de esa rueda de postergaciones permanentes con las
que evitamos comprometernos con nuestros anhelos más profundos.
No es una tarea fácil. Por lo general, vivimos eludiendo el tema.
Algunos
ni siquiera se animan a hablar de ello. Viven distraídos y diluyen su
tiempo en actividades vanas y, de esa manera, evitan iniciar el camino
que podría conducirlos a la felicidad, o al menos a una existencia
plena.
Esquivan sus deseos y piensan que serán
felices después, luego de recibirse, de casarse o tener hijos, y así
dilatan sus deseos a la espera de una situación ideal que no llegará
jamás. No importa cuál sea la excusa, lo cierto es que esa posible
felicidad queda eclipsada tras la bruma del futuro.
Si
fuera cierto que, como dice Don Juan, la muerte estuviese allí, a
nuestra izquierda, apenas a cinco centímetros de nosotros y prestáramos
atención, la escucharíamos susurrar aquella pregunta que ilumina la
Torá:
Si no es ahora, ¿cuándo?
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