domingo, 9 de febrero de 2025

 Para entonces yo había leído todo lo que pude encontrar de la generación perdida, en español, con un cuidado especial para Faulkner, al que rastreaba con un sigilo sangriento de cuchilla de afeitar, por mi raro temor de que a la larga no fuera más que un retórico astuto. Después de decirlo me estremeció el pudor de que pareciera una provocación, y traté de matizarlo, pero don Ramón no me dio tiempo.


    –No se preocupe, Gabito -me contestó impasible-. Si Faulkner estuviera en Barranquilla estaría en esta mesa.

    Por otra parte, le llamaba la atención que Ramón Gómez de la Serna me interesara tanto que lo citaba en ‹La Jirafa» a la par de otros novelistas indudables. Le aclaré que no lo hacía por sus novelas, pues aparte de El chalet de las rosas , que me había gustado mucho, lo que me interesaba de él era la audacia de su ingenio y su talento verbal, pero sólo como gimnasia rítmica para aprender a escribir. En ese sentido, no recuerdo un género más inteligente que sus famosas greguerías. Don Ramón me interrumpió con su sonrisa mordaz:

    –"El peligro para usted es que sin darse cuenta aprenda también a escribir mal.

    Sin embargo, antes de cerrar el tema reconoció que en medio de su desorden fosforescente, Gómez de la Serna era un buen poeta. Así eran sus réplicas, inmediatas y sabias, y apenas si me alcanzaban los nervios para asimilarlas, ofuscado por el temor de que alguien interrumpiera aquella ocasión única. Pero él sabía cómo manejarla. Su mesero habitual le llevó la Coca-Cola de las once y media, y él pareció no darse cuenta, pero se la tomó a sorbos con el pitillo de papel sin interrumpir sus explicaciones. La mayoría de los clientes lo saludaban en voz alta desde la puerta: ‹Cómo está, don Ramón».Y él les contestaba sin mirarlos con un aleteo de su mano de artista.
García Márquez

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