miércoles, 26 de febrero de 2025

 La vida es lucha. Y es una lucha que no vale la pena afrontarla a solas. Nuestro espíritu siempre busca un sentido más allá de los confines del <<cansancio de ser uno mismo>>, por utilizar la bella fórmula del sociólogo Alain Ehrenberg.¹ Hace falta otra razón además de la simple supervivencia para perseverar en el esfuerzo de vivir. En Tierra de hombres, Saint-Exupéry cuenta cómo el piloto Henri Guillaumet se perdió con su avión en la cordillera de los Andes. 

Caminó en línea recta durante tres días en medio de un frío glacial. 

Finalmente cayó, de cara, en la nieve. Aprovechó ese respiro inesperado y comprendió que si no se incorporaba de inmediato, no lo haría nunca. Pero, agotado hasta la médula, no tenía ganas. 

Prefería la idea de una muerte dulce, indolora, tranquila. En su cabeza ya se había despedido de su esposa e hijos. En su corazón había sentido por última vez su amor por ellos. Después, se apoderó de él un pensamiento: si no encontraban su cuerpo, su esposa debería esperar cuatro años antes de poder cobrar el seguro de vida. 

Abrió los ojos, y entonces vio un roquedal que emergía de la nieve a cien metros de donde se encontraba. Si conseguía arrastrarse hasta allí, su cuerpo sería un poco más visible. Tal vez le descubrirían antes. Por amor a los suyos se incorporó y volvió a caminar. Pero entonces ya se hallaba poseído por ese amor. No se detuvo, y recorrió más de cien kilómetros en la nieve antes de alcanzar un pueblo. Más tarde, diría: <<Ningún animal en el mundo habría hecho lo que yo hice>>. Porque su supervivencia había dejado de ser motivo suficiente, pero su conciencia de los demás, su amor, le había dado la fuerza para continuar. 

 Hoy en día, nos hallamos inmersos en un movimiento planetario hacia el individualismo <<psicológico>>, o el <<desarrollo personal>>. Los grandes valores son autonomía, independencia, libertad y autoexpresión. Estos valores se han tornado tan importantes que los utilizan incluso los publicitarios para hacernos comprar lo mismo que a nuestro vecino, mientras a todos nos hacen creer que eso nos convierte en únicos. <<Sea usted mismo>>, clama la publicidad de ropa o perfumes. <<Exprese su yo>>, sugiere el reclamo de una marca de café. <<Piense diferente>>, nos ordena el anuncio de un fabricante de ordenadores. En Estados Unidos, incluso el ejército –que no es precisamente el símbolo de los valores individuales- se ha puesto a atraer a los jóvenes reclutas. <<Sé todo lo que puedes ser>>, prometen en sus anuncios, sobre un fondo de tanques maniobrando en el desierto. Claro está, estos valores en ascenso imparable desde las revoluciones estadounidense y francesa de finales del siglo XVIII nos han hecho mucho bien. Forman parte del núcleo de la misma noción de “libertad”, que tanto nos importa. 

Pero cuando más avanzamos en esa dirección, más constatamos que la independencia también tiene un precio. Ese precio es el aislamiento, el sufrimiento y la pérdida del sentido. Nunca habíamos tenido tanta libertad como para separarnos de cónyuges que no nos convienen: la tasa de divorcio se acerca al 50% en nuestras sociedades.² Nunca nos habíamos cambiado tanto de casa: se calcula que en Estados Unidos una familia se traslada cada cinco años. Liberados de los vínculos, deberes y obligaciones hacia los demás, nunca habríamos tenido tanta libertad para seguir nuestro propio camino, y por ello arriesgarnos a perdernos y hallarnos solos. 

Ésta es sin duda otra de las razones de que las tasas de depresión parezcan haber ido aumentando de manera regular en Occidente en el transcurso de los últimos cincuenta años.³


David servan

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