Leemos la lección filosófica de Montaigne, o la historia de un soldado, o quizás el relato de un alpinista que experimentó una paz interior insólita mientras caía, seguro de que se hallaba ante una muerte instantánea. Algunos de nosotros tenemos nuestras propias historias. Y también hay veces, por supuesto, en que las endorfinas fallan y la muerte sobreviene con toda su angustia. Como para algunos las endorfinas están relacionadas con cuestiones del cuerpo y para otros con cuestiones del espíritu, es instructivo examinar la experiencia de un hombre cultivado cuyo objetivo era la salud de ambos. Se olvida con frecuencia que el gran explorador David Livingstone era un médico misionero. Durante sus expediciones africanas sobrevivió en varias ocasiones a la cercana llamada de la muerte, pero hay una que ejemplifica la manera en que, algunas veces, el protoplasma y el ectoplasma actúan estrechamente unidos, precisamente en el momento en que parece que se van a separar para siempre. Un día de febrero de 1844, cuando Livingstone tenía treinta años, fue atacado por un león herido del que trataba de proteger a varios nativos de la expedición. Las mandíbulas del enfurecido animal se clavaron en su brazo izquierdo y sintió que le levantaba del suelo y le agitaba violentamente, al mismo tiempo que sus dientes se hundían profundamente en la carne, astillando el húmero y causándole once desgarraduras en la piel y los músculos. Un miembro de la expedición de Livingstone, un anciano converso llamado Mebalwe, tuvo la presencia de ánimo necesaria para coger una escopeta y disparar los dos cañones, lo que asustó lo suficiente al animal como para que abandonara su presa y huyera. No tardó en morir cerca de allí a causa de la bala que Livingstone le había disparado antes de que le atacara. El explorador herido tuvo mucho tiempo para pensar en lo cerca que había estado de la muerte durante los más de dos meses que tardó en recuperarse de la hemorragia, la fractura conminuta y la grave infección que, al poco tiempo, comenzó a supurar. Estaba tan asombrado de haber sobrevivido como de la calma que había sentido en las fauces del león. Más tarde describió el suceso y su inefable sensación de paz en la autobiografía que publicó en 1857, Missionary Travels and Researches in South África: Gruñendo terriblemente cerca de mi oreja, me sacudió como un terrier podría sacudir una rata. El susto me produjo un estupor similar al que parece sentir un ratón tras el primer zarpazo del gato. Me causó una especie de languidez en la que no había sensación de dolor ni de terror, aunque era completamente consciente de todo lo que estaba sucediendo. Era como lo que describen los pacientes cuando se encuentran bajo la influencia del cloroformo: pueden ver la operación pero no sienten el bisturí. Esta singular situación no fue resultado de ningún proceso mental. La sacudida eliminó el miedo e inhibió toda sensación de horror al mirar a la bestia. Este peculiar estado probablemente se produce en todos los animales que matan los carnívoros y, si es así, es una provisión misericordiosa de nuestro benevolente Creador para disminuir el dolor de la muerte.
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