En demasiadas ocasiones los pacientes y sus familias abrigan esperanzas que no se pueden cumplir. La muerte se vuelve entonces más difícil por la frustración y el desengaño que crea la actuación de una comunidad médica que no puede hacerlo mejor o, peor aún, que no lo hace mejor porque sigue luchando mucho después de que la derrota sea inevitable. Con la idea de que la gran mayoría de las personas mueren tranquilamente en cualquier caso, a veces se toman decisiones terapéuticas que, casi al final de la vida, conducen al enfermo, lo quiera o no, a una serie de padecimientos cada vez mayores, de los que no hay liberación: cirugía de utilidad dudosa y fuente probable de complicaciones, quimioterapia con serios efectos secundarios y respuesta incierta y prolongados períodos de cuidados intensivos cuando ya no sirven de nada. Es mejor saber cómo es la muerte, y es mejor elegir lo que con mayores garantías evite lo peor. Normalmente, lo que no se puede evitar, por lo menos puede mitigarse. Por mucho que un individuo crea que ha llegado a convencerse de que no hay que temer a la muerte, no dejará de sentir miedo ante su enfermedad final. El conocimiento realista de lo que se puede esperar es la mejor defensa frente a los irrefrenables fantasmas del temor injustificado y la angustiosa sospecha de que no se están haciendo bien las cosas. Cada enfermedad es un proceso distinto que lleva a cabo su particular obra destructiva de acuerdo con unas pautas muy específicas. Cuando estamos familiarizados con las pautas de nuestra enfermedad, desarmamos nuestras fantasías. El conocimiento preciso de cómo mata una enfermedad sirve para librarnos de terrores innecesarios por los sufrimientos que quizá tengamos que soportar al morir. Podemos así estar mejor preparados para reconocer las fases en las que es necesario buscar asistencia o, dado el caso, empezar a pensar si no ha llegado el momento de terminar el viaje definitivamente.
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