Platón pensaba que la filosofía era imposible sin la presencia de una élite aristocrática desocupada de cualquier otra obligación. No se pueden tener salones literarios ni sociedades eruditas si todo el mundo ha de trabajar para mantener en funcionamiento la vida social. En las culturas tribales, las torres de marfil son tan raras como las boleras. (También lo son, por cierto, en las sociedades avanzadas, donde las universidades se han convertido en órganos del capitalismo empresarial.) Como los intelectuales no necesitan trabajar en el mismo sentido en que sí lo necesitan los albañiles, pueden acabar considerando sus ideas (y a sí mismos) como entes independientes del resto de la existencia social. Y ese es uno de los múltiples elementos a los que los marxistas se refieren cuando hablan de ideología. Esas personas tienden a no darse cuenta de que la distancia misma que los separa de la sociedad está condicionada socialmente. El prejuicio que les hace creer que el pensamiento es independiente de la realidad está moldeado por la realidad social misma. Para Marx, nuestro pensamiento adquiere forma en el proceso mismo por el que vamos trabajando el mundo, el cual, a su vez, es una necesidad material determinada por nuestras necesidades físicas. Podría afirmarse, pues, que pensar es en sí mismo mía necesidad material. Tanto el pensamiento como nuestros impulsos corporales guardan una estrecha relación entre sí, y así lo consideran tanto Nietzsche como Freud. La conciencia es entonces el resultado de la interacción entre nosotros mismos y nuestro entorno material. Se trata, en definitiva, de un producto histórico. La humanidad, escribe Marx, ha sido «fundada» por el mundo material, ya que solo engranándonos con él podemos ejercer nuestras facultades y confirmarlas. Es la «alteridad» de la realidad, su resistencia a los planes que proyectamos para ella, lo que nos hace cobrar nuestra primera conciencia de nosotros mismos. Y la principal implicación de esta conciencia es la existencia de otros. A través de los otros, nos convertimos en lo que somos. La identidad personal es un producto social. Tan imposible sería que en el mundo hubiera una única persona como que no existieran más números que uno.
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