jueves, 22 de junio de 2023

Taibo II

  




Romero caminó hacia el lugar del fusilamiento fumando un puro “y sonriendo, como si estuviera de paseo y entre amigos”. El comandante Higinio Álvarez estaba envuelto en un sarape tricolor con el águila de la bandera cubriendo el pecho, un ala sobre el corazón; junto a ellos el sargento Roque Flores y el alférez Encarnación Rojas. Se habían colocado piezas de artillería cargadas con metralla apuntando a la multitud por el mucho miedo que le tenían. La Ciudad de México apestaba de soplones y policías secretos. Llegaron hacia el patíbulo los cuatro sentenciados. No se dejaron vendar. El “Viva México” se mezcló con la descarga. Pero los héroes mueren de maneras extrañas y no desperdician posibilidad de crear condiciones para que luego las leyendas actúen, para traer de ultratumba pánico a sus enemigos, y Nicolás era así, siempre había sido así en sus tristezas y sus locuras. De manera que cuando conducían el ataúd en que lo llevaban difunto, Nicolás lo rompió de una patada, haciendo que los escoltas lo dejaran caer al suelo y provocando el aullido de mirones y soldados enemigos. La parte superior estaba rajada de un golpe. El rumor corrió y corrió por más que los doctores, los del imperio y los republicanos, que muy pronto le encontraron ciencia al asunto, dijeran que se trataba de un espasmo tardío del cadáver. Cadáver que no quería irse sin acabar lo comenzado.


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