W. H. Auden a menudo me confesaba que creía que llegaría a los ochenta y que luego se iría «a la mierda» (sólo vivió hasta los sesenta y siete). Aunque ya han transcurrido cuarenta años desde su muerte, a menudo sueño con él, y con mis padres, y con antiguos pacientes; todos ellos ya fallecidos, pero a los que amé, y que fueron importantes en mi vida.
A los ochenta años asoma el espectro de la demencia o el ictus. Una tercera parte de mis coetáneos han muerto, y son muchos más los que, afectados por un profundo deterioro físico o mental, se ven atrapados en una existencia trágica y mínima. A los ochenta, las señales del deterioro son perfectamente visibles. Nuestras reacciones son un poco más lentas, cada vez nos cuesta más recordar un nombre, hay que dosificar las energías, pero aun así muchas veces uno se siente lleno de energía y vitalidad, y en absoluto «viejo». Quién sabe si, con suerte, conseguiré permanecer más o menos incólume unos cuantos años más y se me concederá la libertad de seguir amando y trabajando, según Freud las dos cosas más importantes de la vida.
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