Un día una bonita joven de la clase trabajadora vino a verme a la
clínica con dos niños y un lactante. No podía hablar. Escribió en un
pedazo de papel que había perdido el habla repentinamente hacía pocos
días. El análisis estaba descartado; en consecuencia, traté de eliminar la
falta del habla mediante la sugestión. Después de unas cuantas sesiones
hipnóticas comenzó a hablar con una voz baja, ronca y aprensiva. Durante
años había sufrido la obsesión de matar a sus hijos. El marido la había
abandonado y ella y los niños se morían de hambre. Trataba de ganarse la
vida cosiendo en la casa j así comenzó a pensar en el asesinato. Llegó al
ponto de casi tirar los niños al agua, cuando fue presa de una terrible
angustia. Desde entonces la atormentaba el deseo de confesarse a la
policía, para asi proteger a los niños. Pero también esa intención le
provocaba intensa angustia. Temía que la colgaran. El sólo pensarlo le
oprimía la garganta. Como tenia miedo de su propio impulso, se protegía
mediante el mutismo, el cual era en realidad un espasmo violento de la
garganta (cuerdas vocales). Me resultó fácil descubrir la situación infantil
que estaba expresando. Huérfana desde niña, había sido educada por
extraños; compartía una habitación con seis o más personas. Cuando
pequeña, estuvo expuesta a ataques sexuales por parte de algunos adultos.
La atormentaba el deseo de tener una madre protectora. En sus fantasías
se convertía en el lactante protegido, tomando el pecho. Su garganta
había sido siempre el asiento de su angustia sofocante y de su anhelo. Era
madre, veía a sus niños en una situación similar a la suya y sentía que no deberían seguir viviendo. Además, su odio al marido lo había transferido
a los hijos. En pocas palabras, tratábase de una situación increíblemente
complicada y casi incomprensible. Era totalmente frígida, pero a pesar de
su intensa angustia genital se había acostado con diversos hombres. La
ayudé hasta el punto en que pudo dominar algunas de sus dificultades.
Los niños fueron colocados en una buena institución. Pudo reasumir su
trabajo. Juntamos dinero para ella. Pero en verdad, la miseria continuaba,
sólo un poco aliviada. El desamparo en que se encuentran muchas personas las conducen a acciones imprevisibles. Solía venir a mi casa por la
noche y amenazaba suicidarse o asesinar al bebé si yo no hacía esto o
aquello. La visité en su hogar. Ahí, ya no me encontré frente a los
eminentes problemas de la etiología de las neurosis, sino de cómo un
organismo humano podía tolerar semejante vida año tras año. No había
nada, absolutamente nada que alegrara su vida; sólo miseria, soledad, los
chismes de los vecinos, la preocupación del pan diario y, además, las
trapacerías criminales del dueño de casa y de su patrón. Su capacidad de
trabajo era explotada al extremo. Diez horas de dura faena le reportaban
alrededor de treinta centavos. En otras palabras, ella y sus tres hijos
debían vivir con una entrada mensual de más o menos diez dólares. ¡Y lo
extraordinario es que vivían! Cómo podían hacerlo, nunca lo supe. Al
mismo tiempo, no descuidaba su aspecto físico y tenía tiempo para leer.
Yo mismo le presté algunos libros.
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