Josh Steinitz estaba de pie en el extremo del mundo contemplando asombrado lo que se mostraba antes sus ojos.
Enterró las botas en los dos metros de hielo marino y los unicornios bailaron.
Diez narvales —primos poco conocidos de la ballena beluga— subieron a la superficie y apuntaron sus colmillos de dos metros en espiral hacia los cielos. Luego, la manada de ballenas de 1.300 kilos volvió a sumergirse en las profundidades.
Los narvales son buceadores profundos —en algunos casos a más de 900 metros—, así que Josh tenía por lo menos 20 minutos por delante hasta que volvieran a aparecer.
Tenía sentido que él estuviese con los narvales. Su nombre venía del noruego antiguo y hacía referencia a su piel con manchas blancas y azules.
Náhvalr : hombre cadáver.
Sonrió como lo llevaba haciendo a menudo los últimos años. El mismo John era un muerto viviente.
Un año después de terminar la carrera, Josh se enteró de que tenía un carcinoma escamoso en la boca: cáncer. Quería ser consultor de gestión. Quería ser un montón de cosas. De pronto, ninguna tenía importancia. Menos de la mitad de quienes sufrían de esta clase concreta de cáncer sobrevivían. El segador no discriminaba a nadie y aparecía sin avisar.
Tuvo claro que el mayor riesgo de la vida no era equivocarse sino arrepentirse: perderse cosas. Nunca podría volver a recuperar años que hubiera pasado haciendo cosas que no le gustaban.
Dos años después y curado del cáncer, Josh inició un largo paseo indefinido por el mundo, costeado escribiendo artículos como autónomo. Más tarde cofundó una página web que proporciona itinerarios a medida para futuros trotamundos. Su condición de ejecutivo no pudo con su adicción a la movilidad. Se sentía tan cómodo cerrando tratos en los bungalows suspendidos sobre el agua de Bora-Bora como en los refugios de montaña de los Alpes suizos.
Una vez atendió la llamada de un cliente estando en Camp Muir, en el Monte Rainier.
El cliente quería confirmar algunas cifras de ventas y le preguntó a Josh qué era ese viento que se oía tras él. Respuesta de Josh: «Estoy de pie a 3.000 metros de altura sobre un glaciar y esta tarde el viento sopla tan fuerte que casi nos empuja montaña abajo». El cliente dijo que le dejaba volver a lo que estuviese haciendo.
Otro cliente llamó a Josh mientras estaba saliendo de un templo balinés, así que oyó el sonido de los gongs. El cliente le preguntó que si estaba en la iglesia. Josh no supo muy bien qué decir. Sólo le salió: «¿Sí?».
De regreso con los narvales, a Josh le quedan unos minutos antes de volverse al campamento para no encontrarse con osos polares. Veinticuatro horas de luz dan para muchas cosas que contar a sus amigos que se han quedado en el país de los cubículos. Se sentó en el hielo y sacó de un bolso resistente al agua un teléfono vía satélite y un portátil. Empezó el correo con la frase habitual: «Sé cuánto os repatea ver cómo me lo paso, pero ¿a que no adivináis dónde estoy?».
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