viernes, 9 de junio de 2023

Peter Watson

 


Marcel Proust no admitió nunca la influencia de Freud, Darwin o Einstein en su obra. Sin embargo, tal como ha apuntado el crítico americano Edmund Wilson, Einstein, Freud y Proust (de los cuales los dos primeros eran judíos y el último, medio judío) «sacaron su fuerza de su marginalidad, que intensificó su poder de observación». En noviembre de 1913, Proust publicó el primer volumen de su obra A la recherche du temps perdu, que se ha traducido al español como En busca del tiempo perdido. No obstante, merece la pena señalar que la palabra francesa recherche significa tanto ‘búsqueda’ como ‘investigación’. Este último significado no carece de relevancia, pues transmite de forma más acertada la idea proustiana de que la novela comparte algunas de las características de la ciencia, hecho que está en íntima relación con la importancia primordial que Proust concede al tiempo, al tiempo que se ha perdido, pero no ha desaparecido, porque puede volver a recuperarse. Proust nació en 1871 en el seno de una familia acomodada y nunca hubo de trabajar. De niño sobresalía por su carácter brillante, y recibió parte de su formación en el Lycée Cordorcet y parte en casa, lo que le permitió mantener una estrecha relación con su madre, una mujer neurótica. Al morir ésta a la edad de cincuenta y siete en 1905, dos años más tarde que su esposo, su hijo se aisló del mundo y se confinó en una habitación forrada de corcho, desde donde mantuvo correspondencia con cientos de amigos y convirtió los meticulosos detalles que había confiado a sus diarios en su obra maestra. En busca del tiempo perdido ha sido descrito como el equivalente literario de Einstein o Freud, aunque, como ha recordado el especialista en Proust Harold March, tales comparaciones suelen provenir de gente que no conoce la obra del padre de la relatividad ni del fundador del psicoanálisis. Con ocasión de cierta entrevista, Proust describió los múltiples volúmenes de su gran obra como «una serie de novelas sobre el inconsciencia»; sin embargo, no usaba el término en un sentido freudiano (no hay constancia de que hubiese leído a Freud, cuya obra no se tradujo al francés hasta poco antes de la muerte el novelista). Proust desarrolló su idea hasta alcanzar una altura excepcional. Se trataba del concepto de memoria involuntaria, la idea de que el sabor inesperado de un pastel, por ejemplo, o el olor de una vieja escalera de servicio no sólo nos devuelven acontecimientos pasados, sino toda una constelación de experiencias, sentimientos vividos y reflexiones acerca de ese pasado. Para muchos, esta idea de Proust es en extremo trascendental; para otros, se trata de algo exagerado (el novelista siempre ha dividido a la crítica). El verdadero logro de Proust es lo que consigue hacer sobre esta base. Es capaz de convocar las intensas emociones de la infancia, como sucede, por ejemplo, al principio del libro, cuando describe el desesperado deseo que tiene el narrador de recibir un beso de su madre antes de irse a dormir. Este cambiante ir y venir cronológico es lo que ha llevado a muchos a pensar que Proust no hacía sino responder a las teorías de Einstein a cerca del tiempo y la relatividad, aunque su relación con el físico alemán es tan difícil de demostrar como sus lazos con Freud. De nuevo, como ha subrayado Harold March, debemos considerar a Proust en sí mismo. Visto de esta manera, En busca del tiempo perdido constituye un cuadro detallado y familiar de la vida de la clase alta y aristocrática francesa, un estrato social que, igual que sucede en la obra de Chejov y Mann, estaba desapareciendo y se extinguió por completo con la primera guerra mundial.

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