Días atrás, me encontraba yo en el tren con dirección a Estocolmo. Fuera anochecía y el vagón estaba bastante oscuro. Mis compañeros de viaje dormitaban cada uno en su rincón, y yo permanecía en silencio oyendo el traqueteo del tren que avanzaba retumbando sobre los raíles.Mientras estaba ahí sentada, me dio por pensar en todas esas otras veces que había viajado a Estocolmo. En la mayoría de los casos había sido por algo difícil. Había viajado para graduarme y también con mis manuscritos en busca de editor. Y ahora viajaba para recibir el Premio Nobel. Si aquellas fueron cosas difíciles, esto también lo era.
Todo el otoño anterior había estado viviendo en mi antiguo hogar en Värmland, en la más absoluta soledad , y ahora me veía obligada a presentarme ante mucha gente. Era como si el aislamiento hubiera aumentado mi timidez, y me angustiaba la idea de verme obligada a mostrarme en público.
Sin embargo, en el fondo, resultaba un gozo enorme y especial recibir el premio, y trataba de disipar mi angustia pensando en los que se alegrarían de mi suerte: muchos buenos viejos amigos, mis hermanos y sobre todo mi anciana madre, que estaría en casa feliz de haber vivido para ver este día.
Pero entonces empecé a pensar en mi padre y sentí un gran vacío a causa de que ya no vivía y no podía contarle que había recibido el Premio Nobel. Yo sabía que nadie se habría alegrado tanto como él. Nunca he conocido a nadie que haya sentido tanto amor y veneración por la literatura y los escritores. Y si se hubiera enterado de que la Academia Sueca me había concedido ese gran premio literario… Era una verdadera pena que yo no pudiera contárselo.
Todos los que han viajado en tren de noche, en la oscuridad, saben que puede ocurrir que los vagones avancen suavemente durante largos ratos sin una sacudida. El ruido y el estrépito cesan y el fragor uniforme de las ruedas se convierte en una música monótona y tranquila. Como si los vagones del tren no avanzaran más por traviesas y raíles sino que se deslizaran por el aire.
El caso es que algo así sucedió justo cuando estaba pensando que me gustaría encontrarme con mi padre. El tren comenzó a avanzar tan suave y silencioso que yo pensé que era imposible que continuara unido a la tierra. Y entonces mis pensamientos empezaron a volar: “¡Imagina si yo viajase ahora hacia mi anciano padre en el reino de los cielos! Alguna vez he oído que cosas similares les han ocurrido a otros. ¿Por qué no iba a ocurrirme a mí?”
El vagón continuaba avanzando suavemente y sin ruido. Fuera a donde fuera, parecía que aún le quedaba un trecho por recorrer. Y mis pensamientos de adelantaban al tren…
Imagino que encuentro a mi padre, sin duda sentado en una mecedora en el porche. Tiene delante un jardín soleado lleno de flores y pájaros. Está leyendo la leyenda Fritjof. Y entonces, al verme, deja el libro y se sube las gafas a la frente. Después se pone en pie para recibirme. Dice “Buenos días, bienvenida. ¿Has salido a pasear?” o “¿Qué tal estás, hija mía?”, igual que hizo siempre.
Sólo después del saludo mi padre se vuelve a sentar en la mecedora. Ahí sí que empieza a dudar de la verdadera razón por la que he ido a visitarle.
-¿No habrá ocurrido nada malo en casa? -imagino que pregunta.
-¡Qué va! Está todo bien.
Y yo estoy a punto de darle la noticia, pero entonces pienso que me gustaría reservarla un poco, y por eso doy antes un rodeo.
-Solo he venido para pedirte un buen consejo -improviso mostrando un aspecto preocupado-. Lo que pasa es que he adquirido grandes deudas.
-Creo que no voy a poder ayudarte mucho con eso -dice mi padre-. Se puede decir de este lugar lo mismo que de las antiguas casas de campo señoriales de Värmland: que aquí hay de todo menos dinero.
-No es por dinero por lo que estoy en deuda -le aclaro.
-Eso parece grave -dice mi padre-. ¡Cuéntamelo todo desde el principio, hija mía!
-Tengo mis razones para pedirte ayuda -digo yo-. Porque tú estás en el origen de esta deuda. ¿Recuerdas que solías sentarte junto al piano y cantar a Bellman para nosotros de niños? ¿Y te acuerdas de que nos leías a Tegnér, a Runeberg y a Andersen cada invierno? De esta manera fue como contraje por primera vez la deuda. Padre, ¿cómo voy a compensa a estos autores? Porque ellos me enseñaron a amar los cuentos, los héroes, las gestas, nuestra tierra y la vida de las personas, en toda su grandeza y también en toda su debilidad.
Al decirle esto, mi padre se acomoda en la mecedora y pone una bella expresión en su mirada.
-Entonces estoy contento por haberte ayudado a contraer esa deuda.
-Sí, puede que tengas razón, padre -le digo-, pero eso no es todo. Mi deuda es muy grande. ¡Piensa en todos esos vagabundos errantes que visitaban Värmland, jugando al arlequín y cantando canciones! Ellos fueron una fuente inagotable de aventuras, chistes y anécdotas.. ¡Y piensa en todos aquellos ancianos! Se sentaban en sus pequeñas chozas grises, junto a la linde de los bosques, y nos hablaban de extraordinarios seres acuáticos, de trols y muchachas raptadas! Sin duda ellos me enseñaron a encontrar la poesía de las escarpadas montañas y los oscuros bosques. Y también, padre, piensa en todos los monjes y monjas, pálidos y ojerosos en sus lóbregos monasterios, que nos han transmitido lo que leyeron y oyeron. Con ellos estoy en deuda por tomar prestado temas de ese gran acervo de leyendas que recopilaron. ¡Y los campesinos que viajaron a Jerusalén! ¿Cómo no estar en deuda con ellos si me dieron una gran hazaña sobre la que escribir? Y probablemente no es solo con las personas con quien estoy en deuda, padre, sino también con toda la naturaleza. Con los animales de la tierra y las aves del cielo y con las flores y los árboles. Todos ellos han tenido secretos que contarme.
Mientras yo le digo esto, padre solo asiente y sonríe, y no parece preocupado en absoluto.
-Pero ¿no comprendes que esta deuda supone un gran lastre para mí, padre? -pregunto, poniéndome cada vez más seria-. Cómo saldar algo así. Yo creía que eso lo sabríais aquí en el cielo.
-Seguramente lo sabemos -responde padre sin darse importancia, como de costumbre-. Alguna solución habrá para tus pesares. ¡No temas, hija!
-Sí, pero padre, esto no es todo -insisto-. También estoy en deuda con todos los que han estudiado nuestro idioma; con todos los que han transmitido y dado forma a esta herramienta esencial y que me han enseñado a usarla… ¿Cómo no estar en deuda con todos los que han compuesto versos, los que han escrito antes que yo? Convirtieron en un bello arte el narrar el destino de los hombres, me dieron ejemplo y mostraron el camino a seguir. ¿No tengo innumerables deudas desde mi juventud con los grandes noruegos y los grandes rusos? ¿No estoy en deuda por haber vivido en un tiempo en el que la cultura de mi propio país ha estado al máximo nivel? He conocido a los grandes monumentos de forma directa: el mundo de poesía de Snoilsky, el archipiélago de Strindberg, el folclore de Geijerstam, el teatro de Tor Hedberg, las pensamientos progresistas de Anne-Charlotte Edgren y Ernst Ahlgren, la obra de Helena Nyblom, la Österland de Heidenstam, las novelas históricas de Sophie Elkan, las tonadas de Värmland de Frödin, las leyendas de Levertin, las descripciones de Dalarna en Thanatos de Hallström y en la obra de Karlfeldt… Y tantas otras cosas actuales y novedosas, tan estimulantes para competir y tan fértiles para soñar…
-Sí, sí -asiente mi padre-. Tienes razón, tienes una gran deuda, pero probablemente podrás pagarla.
-No entiendes lo difícil que me resulta esto, padre -me quejo-. Seguramente no has considerado que también estoy en deuda con mis lectores. Con todos: desde el anciano rey y su hijo, que me envió en viaje oficial al sur, a los pequeños alumnos que garabatean un gracias por Nils Holgersson. ¿Qué habría sido de mí si no hubieran querido leer mis libros? Tampoco puedes olvidar a los que han escrito sobre mí… Recuerda ese gran estudioso danés, ya fallecido, que me consiguió amigos por todo su país sólo con un par de palabras. Mezclaba la crítica con la generosidad como nadie ha hecho antes entre nosotros. ¡Piensa en todos los que en otros países me han ayudado! Yo estoy en deuda, padre, tanto con los que me han elogiado como con los que me han criticado.
-Sí, sí -vuelve a asentir.
Ya no tiene aspecto de estar tranquilo. Seguramente empieza a comprender que no resulta tan fácil consolarme.
-Recuerda a todos los que me han ayudado, padre -digo-. ¡Piensa en mi fiel Esselde, que trató de abrirme camino cuando todavía nadie se atrevía a creer en mí! ¡Recuerda los muchos que han defendido mi poesía y protegido mi trabajo! ¡Y recuerda a mi buena amiga y compañera de viaje, que no sólo me condujo al sur y me enseñó toda la magnificencia del arte, sino que también hizo que la vida resultara más luminosa y rica! ¡Y piensa en todo el cariño que me he encontrado, piensa en todo el honor y distinción! ¿No puedes entender que necesite acudir a ti para saber cómo se pagan semejantes deudas?
Mi padre baja la cabeza y no parece tan esperanzado como al principio.
-Desde luego creo que no es tan fácil ayudarte, hija mía -dice-. ¡Pero tienes que parar con esto!
-No, hasta ahora he podido sobrellevarlo -digo-. Pero ahora viene lo peor. Por eso he tenido que acudir a ti a pedirte consejo.
-No puedo imaginar cómo te puedes sentir aún más en deuda -se sorprende mi padre.
-Pues sí…
Y a continuación le doy la noticia del premio.
-Nunca hubiera creído que la Academia Sueca… -murmura.
Pero al momento me mira y entonces comprende que “eso” es verdad. Y comienza a contraérsele cada arruga en su vieja cara y se le llenan los ojos de lágrimas.
-¿Qué les voy a decir a los que han decidido en este asunto y a los que me han propuesto para el premio? -pregunto-. Porque piensa, padre, que no es sólo honor y dinero lo que me han dado. Han tenido tanta fe en mí que se han atrevido a distinguirme ante todo el mundo. ¿Cómo voy a saldar esta deuda de agradecimiento?
Mi padre se recuesta y cavila un poco mientras se seca las lágrimas de alegría. Sacude la cabeza y de repente pega una palmada en el brazo del asiento.
-¡No quiero seguir aquí sentado pensando en preguntas que nadie en el cielo o en la tierra puede contestar! -afirma-. Si te han dado el Premio Nobel, entonces no hay que preocuparse de nada, solo alegrarse y punto.