viernes, 6 de diciembre de 2024

 Consideremos, a modo de ilustración, los últimos días del filósofo estoico Julio Cano. Cuando Calígula, a quien el estoico había irritado, ordenó su muerte, Cano mantuvo su compostura: «Príncipe excelente — dijo — , le doy las gracias». Diez días más tarde, cuando un centurión fue a buscarlo para la ejecución, Cano estaba inmerso en un juego de mesa. En lugar de lamentar amargamente su destino o suplicar al centurión que perdonara su vida, Cano se limitó a señalarle que iba ganando la partida: es decir, que su oponente mentiría si afirmaba haber ganado. De camino a la ejecución, cuando alguien le preguntó cómo estaba, Cano respondió que se estaba preparando para observar el momento de la muerte a fin de descubrir si, en ese instante, el espíritu es consciente de abandonar el cuerpo. «Aquí — dice Séneca — está la serenidad en medio de la tormenta.» Y añade que «nadie ha llevado nunca más lejos el papel de filósofo». [3]

William Irvine

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