Poco a poco nos sumergimos en una mar de desilusión. Rechazamos con nuestros limitados recursos la inercia que nos conduce a ese abismo emocional, con el mismo ritmo pausado con el que nuestros latidos nos recuerdan la vida. Nos proponemos aferrarnos al último bote que nos devuelva a puerto seguro. Sorteamos olas de desilusión, luchamos contra la tenaz marea que mece las decepciones y resistimos la corriente de nuestros propias frustraciones, constantes en su desgaste.
Ese mar de fondo nos acosa, nos arrastra de nuevo hacia una orilla desierta. Alrededor, arena y vacío. Resulta tentador refugiarse en esa quietud estéril que nada te exige y a la que nada das.
La espuma que todavía moja tus pies te devuelve sensaciones olvidadas, aunque no pasa de una ligera impresión que se desvanece envuelta en la arena que se fija en tu piel como un escudo que te aísla. Llegas a pensar que también te protege.
Al levantar la vista se ve la silueta en el horizonte de la tierra fértil que un día fue tuya. La intuyes remota, en un pasado que sabes real pero que desde allí parece ajeno; piensas que fue otra vida, otro tiempo, incluso otra persona.
Entre ese relieve lejano del que procedes y la orilla rocosa que te acoge hay un mar picado, una marejada con restos de tu vida y tus recuerdos. En esa travesía has dejado todo. Has evitado el naufragio, pero no el vacío.
Terrence Malick
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