Nadie mejor para espiar las acciones de los demás que aquellos a quienes nada puedan importarle. ¿Por qué este señor no viene sino al oscurecer?; ¿por qué este otro no cuelga la llave en su respectivo clavo de la portería, el jueves?; ¿por qué va siempre por callejuelas?; ¿por qué la señora desciende siempre del coche de alquiler antes de llegar a la casa?; ¿por qué envía a buscar un cuadernillo de papel de cartas, cuando tiene llena la papelera?, etc., etc. Existen seres que, por saber el secreto de tales enigmas, que les son por lo demás perfectamente indiferentes, gastan más dinero, prodigan más tiempo y se toman más trabajo de lo que sería necesario para ejecutar diez buenas acciones; y lo hacen gratuitamente, por placer, sin que su curiosidad reciba más recompensa que la propia curiosidad. Seguirán a éste o aquél durante días enteros, emplearán largas horas como centinelas en las esquinas, bajo los portales, de noche, con frío y con lluvia, corromperán a criados, emborracharán a cocheros y a lacayos, comprarán a la doncella, sobornarán a un portero… ¿Para qué? Para nada. Por encarnizamiento de ver, de saber y de penetrar en vidas ajenas. Puro comezón de murmurar. Y, a menudo, una vez conocidos estos secretos, publicados estos misterios, descubiertos estos enigmas, producen catástrofes, duelos, quiebras, ruinas de familias, existencias amargadas, con gran gozo de aquellos que lo han «descubierto todo», sin interés, por puro instinto. Cosa triste, en verdad. Ciertas personas son malas únicamente por necesidad de hablar. Su conversación, charla en el salón, habladuría en la antecámara, es como esas chimeneas que consumen rápidamente la leña, necesitan mucho combustible, y el combustible es el prójimo.
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