Montesquieu — ¿Por qué no habláis de vos, Maquiavelo? Excesiva modestia, cuando se ha dejado tras de sí la inmensa fama de ser el autor del Tratado del Príncipe.
Maquiavelo — Creo comprender la ironía que vuestras palabras ocultan. ¿Me juzgará acaso el gran publicista francés como lo hace el vulgo, que de mí solo conoce el nombre y un prejuicio ciego? Lo sé; ese libro me ha proporcionado una reputación fatal; me ha hecho responsable de todas las tiranías; ha traído sobra mí la maldición de los pueblos, encarno para ellos el despotismo que aborrecen; ha emponzoñado mis últimos días y, al parecer, la reprobación de la posteridad me ha seguido hasta aquí. Sin embargo, ¿qué hice? Durante quince años serví a mi patria, que era una república; conspiré para mantenerla independiente y la defendí sin tregua contra Luis XII, los españoles, Julio II y contra el mismo Borgia, quien sin ti la hubiese sofocado. La protegí de las sangrientas intrigas que, en todos los sentidos, se entretejían a su alrededor, combatiendo como diplomático como otro lo habría hecho con la espada. Trataba, negociaba, anudaba y rompía los hilos de acuerdo con los intereses de la República, aplastada entonces entre las grandes potencias y que la guerra hacía bambolear como un esquife. Y no era un gobierno opresor ni aristocrático el que manteníamos en Florencia; eran instituciones populares. ¿Fui acaso de aquellos que van cambiando al vaivén de la fortuna? Luego de la caída de Soderini, los Verdugos de los Médicis supieron hallarme. Educado en la libertad, sucumbí con él; viví proscripto, sin que la mirada de príncipe alguno dignara fijarse en mí. He muerto pobre y olvidado. He aquí mi vida y he aquí los crímenes que me han valido la ingratitud de mi patria y el odio de la posteridad. Quizá sea el cielo más justo conmigo.
Maurice Joly
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