Sin embargo, después de que las grandes ideologías políticas hubieran mostrado su ineptitud para mejorar el mundo y, con su caída, socavado la creencia en el progreso –mito fundador de la modernidad–, la cuestión de la felicidad individual reaparece con fuerza. Primeramente, en los años sesenta en Estados Unidos, en el seno del movimiento de la contracultura. A través de una síntesis de las espiritualidades orientales y de la psicología moderna, se multiplican las primeras experiencias de lo que más tarde se denominará «desarrollo personal», que intenta elevar el potencial creativo del individuo para que sea lo más feliz posible. Lo mejor –la «psicología positiva», sobre todo– se codea con lo peor: el popurrí new age sobre una felicidad de tres al cuarto. Veinte años después, en Europa y especialmente en Francia, surge un nuevo interés por la filosofía, entendida como sabiduría: Pierre Hadot, Marcel Conche, Robert Misrahi o también André Comte-Sponville, Michel Onfray y Luc Ferry, que contribuyeron en gran medida a popularizar de nuevo este principio: «Si la filosofía no nos ayuda a ser felices, o a ser menos infelices, ¿de qué nos sirve?»,12 exclama André ComteSponville. Por ello, las sabidurías orientales avivan cada vez más la curiosidad de los occidentales, en particular, el budismo, para el que la cuestión de la felicidad es primordial. La convergencia de esos tres movimientos –desarrollo personal, sabiduría filosófica e interés por las espiritualidades asiáticas– alimenta, pues, las nuevas búsquedas individuales de la felicidad y de la autorrealización en un Occidente desorientado y sin puntos de referencia colectivos. No obstante, la mayoría de las elites intelectuales siguen siendo escépticas. No sólo por los motivos que acabo de evocar (pesimismo y estética de lo trágico) que no suscribo, sino también por los que comparto: dificultad para definir una noción que se nos escapa sin cesar, o irritación ante la mercantilización de la felicidad, la simplificación superficial o la alteración de su problemática por un sinfín de libros de una inusitada indigencia. Queda bien burlarse del anhelo de felicidad e insistir en sentirse mal, en sufrir (especialmente, con la pasión amorosa), para disfrutar mejor los instantes de dicha que la vida nos brinda sin haberlos buscado. El ensayista Pascal Bruckner, autor de una estimulante crítica de la búsqueda moderna de la felicidad, lo resume acertadamente: «Me gusta demasiado la vida para limitarme sólo a ser feliz»
Frederic Lenoir
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