Platón quería en un principio ser poeta pero hacia el año 407 conoció a Sócrates e inspirado por este maestro decidió dedicar su vida a la filosofía. Viajó mucho por Italia meridional y Sicilia, y se dice que tuvo diversas habría sido detenido en Aegina y sólo se lo liberó después de que se pagara un rescate. Al regresar a Atenas fundó, aproximadamente a un kilómetro de la ciudad, desde la puerta de Dipilón, su famosa Academia, llamada así en honor del héroe Academo, cuya tumba quedaba cerca. (Atenas contaba con cuatro escuelas destacadas: la Academia, el Liceo, la Estoa, hogar de los estoicos, y el Jardín de Epicuro). Aparte de defender y difundir las ideas de Sócrates, Platón es un claro ejemplo de todas las ventajas y debilidades de la aproximación al mundo desde el «pensamiento puro». Sus intereses abarcaban una fantástica variedad de ámbitos, y a diferencia de su maestro, escribió muchos libros. En el Fedón, defendió su teoría de la inmortalidad del alma (teoría que expusimos en el capítulo anterior); en el Timeo (un astrónomo) expuso su famosa concepción sobre los orígenes de la vida, que cuenta con el mito del continente imaginario de la Atlántida y de cómo los atenienses derrotaron el intento de invasión de una potencia marítima que adoraba al toro. Platón luego recae en su conocido intuicionismo místico cuando afirma que Timeo presenta a Dios como la causa eficaz e inteligente del mundo entero y su orden moral, que en ocasiones está gobernado de forma que nos resulta imposible de conocer. Luego encontraremos ecos del Timeo en el cristianismo.
Con gran ingenio, Platón consideró también la matematización de la naturaleza. El cosmos, sostuvo, era la creación de un artesano benevolente, un dios racional, el Demiurgo, la personificación de la razón. Para Platón fue él quien creó el orden a partir del caos, un orden que el filósofo (apropiándose de la idea de Empédocles sobre las cuatro raíces —tierra, agua, fuego y aire— y bajo la influencia de Pitágoras) consideraba reducible a triángulos. Los triángulos eran, decía, la entidad básica del mundo. Esta «atomización geométrica» explicaba tanto la estabilidad como el cambio. En la época de Platón ya se sabía que existen sólo cinco cuerpos geométricos regulares: el tetraedro, el octaedro, el icosaedro (formado por veinte triángulos equiláteros), el cubo y el dodecaedro (formado por doce pentágonos). Platón relacionó cada uno de éstos con las raíces: fuego = tetraedro; aire = octaedro; agua = icosaedro; tierra (la raíz más estable) = cubo. El dodecaedro, afirmó, se identificaba con el cosmos en su conjunto. Lo que es importante aquí no es la escurridiza manera en la que Platón liga las cinco formas con las cuatro raíces y luego añade el cosmos para cuadrar las cuentas, sino la propuesta de que cada uno de estos cuerpos (los «sólidos platónicos») podía descomponerse en triángulos y resucitar de distintas maneras para producir diferentes sustancias, una propuesta que desarrolla y afina la idea de que, pese a las apariencias, el universo está hecho de un material básico, responsable a la vez de la estabilidad y el cambio. Una noción que no es muy diferente de la que tenemos en nuestros días. No obstante, el núcleo de la doctrina platónica, y su aspecto más influyente (aunque también más místico), lo constituye su teoría de las «ideas». Esta palabra, que en realidad significa «formas», fue empleada por primera vez por Demócrito para referirse a los átomos, pero Platón le dio un giro completamente nuevo. Al parecer, Platón creía que estaba ampliando los postulados de Sócrates y los pitagóricos: Sócrates había argumentado que la virtud existía por sí misma, independientemente de la gente virtuosa; los pitagóricos, por su parte, habían revelado el orden abstracto del mundo, el diseño matemático del universo. A estas nociones, Platón añadió su propia contribución, cuyo primer y más destacado aspecto está relacionado con la idea de belleza. Este filósofo pensaba que era posible avanzar de la contemplación de un cuerpo bello y de otro y de otro, a la noción de que existía, en otro ámbito, la belleza ideal, la idea en su forma más pura. A través del estudio, el autoconocimiento, la intuición y el amor, el iniciado podía acceder a la esencia pura de la Belleza (y de otras formas, como la Bondad y la Verdad). Para Platón, el mundo de lo existente estaba dividido en cuatro niveles: el de las sombras, el de los objetos perceptibles, el de los objetos matemáticos y el de las ideas. De la misma forma, creía que había cuatro estadios del conocimiento: la ilusión, la creencia, el conocimiento matemático y la dialéctica (por la que entendía el examen, la discusión, el estudio, la crítica), que llegado el momento permitía acceder a «el supremo mundo de las ideas». Esta ambiciosa teoría abarcaba incluso la política, y Platón intentó imaginar cómo sería la ciudad ideal. En la República, Platón rechazó las que consideraba cuatro formas «impuras» de gobierno (la timocracia, la oligarquía, la democracia y la tiranía) y en su lugar imaginó un sistema cuya meta específica era la de formar los gobernantes ideales. Para empezar, los hombres debían ser libres de desarrollarse por sí mismos como Sócrates había indicado, y por tanto las mujeres y los niños serían comunes. Ello liberaría a los hombres para que siguieran un estricto sistema de educación: gimnasia (desde los diecisiete hasta los veinte años); teoría de los números (de los veinte a los treinta años); y por último, teoría de las ideas (de los treinta a los treinta y cinco años). Aquellos que se graduaran en este sistema estarían en condiciones de ocupar cargos públicos entre los treinta y cinco y los cincuenta años, edad a la cual se retirarían para dedicarse a sus estudios.[585] En Las leyes, Platón desarrolló sus teorías aún más. También aquí, imaginó una especie de comunismo primitivo de las posesiones, las mujeres y los hijos. Sin embargo, en esta obra su principal objetivo era establecer cómo proteger al individuo de «las tumultuosas atracciones de sus instintos» y, por tanto, proliferan en ella las regulaciones. La educación, fuertemente inclinada hacia las matemáticas, era prerrogativa del estado. La libertad prácticamente desaparecía: mujeres inspectores podían entrar en los hogares de los jóvenes a voluntad. La pederastia quedaba proscrita (lo que constituía una gran innovación), al igual que los viajes al extranjero de todos los menores de cincuenta años. Al mismo tiempo, la religión era obligatoria, los descreídos serían encerrados en una «casa correccional» durante cinco años hasta que entraran en razón. A quienes se juzgara incorregibles se los condenaría a muerte. Para el lector moderno, el intuicionismo místico de Platón es tan exasperante como impresionante es la coherencia y amplitud de sus intereses. Sus escritos abarcan todos los ámbitos, desde la psicología y la escatología hasta la ética y la política. Su importancia reside especialmente en la influencia que ejercieron, en particular en Filón y los Padres de la Iglesia, que en Alejandría, en el siglo I d. C., intentaron conciliar el Antiguo Testamento y Platón en una nueva sabiduría que, pensaban, el cristianismo habría «completado». La intuición de Platón, sobre los mundos ocultos, la inmortalidad del alma, y su idea de que el alma es una sustancia separada, serían desarrolladas por los neoplatónicos cristianos siglos después. No obstante, esa misma intuición irritaría a filósofos posteriores, como Karl Popper, que consideran que su perspectiva inherentemente anticientífica hizo tanto mal como bien.
Peter Watson
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