En 1819 se presentó en el Parlamento británico una propuesta de legislación del trabajo infantil, la Ley de Regulación de las Fábricas de Algodón. Vista hoy, era de una timidez increíble: prohibía el empleo de niños pequeños, es decir, de menos de nueve años, mientras que a los mayores (entre diez y dieciséis) se les seguía permitiendo trabajar, pero no más de doce horas al día (qué permisividad con los chavales…). La nueva legislación solo era válida para las fábricas de algodón, reconocidas como excepcionalmente peligrosas para la salud de los trabajadores.
La polémica fue enorme. Para los detractores de la propuesta, socavaba la santidad de la libertad de contratación y destruía los cimientos del libre mercado. Al debatir la nueva ley, algunos miembros de la Cámara de los Lores se pronunciaron en contra porque «tiene que haber libertad laboral». Su argumentación era la siguiente: los niños quieren (y necesitan) trabajar, y los dueños de las fábricas quieren darles trabajo. ¿Dónde está el problema?
Hoy en día, ni al más fervoroso defensor de la libertad de mercado en Gran Bretaña u otros países ricos se le ocurriría recuperar el trabajo infantil dentro del paquete de liberalización del mercado que tanto ansía, pero hasta finales del siglo XIX , cuando empezó a regularse seriamente el trabajo infantil en Europa y Norteamérica, muchas personas respetables veían su legislación como algo contrario a los principios del libre mercado.
Desde esta perspectiva, la «libertad» de un mercado depende del cristal con que se mire. Quien esté convencido de que el derecho de los niños a no tener que trabajar es más importante que el de los dueños de fábricas a emplear a quien les resulte más rentable, no verá la prohibición del trabajo infantil como una infracción de la libertad del mercado laboral. Quien crea lo contrario verá un mercado «no libre», encorsetado por una regulación errónea del gobierno.
No hace falta retroceder dos siglos para encontrar regulaciones que damos por sentadas (y que aceptamos como «ruido ambiental» dentro del libre mercado), pero que en el momento de su aparición recibieron duras críticas porque minaban la libertad de mercado. Hace unas décadas, cuando se implantaron las primeras legislaciones ambientales (sobre las emisiones de los coches y las fábricas, por ejemplo), hubo muchos que se opusieron a ellas porque vulneraban gravemente nuestra libertad de elección. Se hacían la siguiente pregunta: si la gente quiere conducir coches que contaminen más o si a las fábricas les resultan más rentables los métodos de producción más contaminantes, ¿por qué tiene que impedírselo el gobierno? Hoy en día, la mayoría de la gente acepta esas regulaciones como algo «natural»; consideran necesario restringir las acciones que perjudican a los demás, intencionadamente o no (como la contaminación), y se dan cuenta de que lo más sensato es un uso prudente de los recursos energéticos, muchos de ellos no renovables. Algunos también verán como algo lógico reducir la influencia humana en el cambio climático.
Si el grado de libertad de un mercado puede ser percibido de maneras distintas por diferentes personas, es que no hay una manera objetiva de definir lo libre que es; en suma, que el mercado libre es una ilusión. Si algunos mercados parecen libres, solo es porque aceptamos tanto las regulaciones en las que se apoya que se vuelven invisibles.
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