La autocompasión resulta el rasgo más común y al mismo tiempo el más denigrado de nuestros defectos de carácter, y se da por sentado su perniciosa capacidad de destrucción. «Nuestro peor enemigo», lo llamaba Helen Keller. Nunca vi a un animal /sentir lástima de sí mismo, escribió D. H. Lawrence, en su profusamente citado sermón de cuatro versos que, leído con atención, no revela otra cosa que un sentido tendencioso. Un pajarillo cae helado de un arbusto /sin jamás haber sentido lástima de sí mismo.
Tal vez fuera eso lo que a Lawrence (o a nosotros) nos gustaría creer de los animales, pero pensemos en esos delfines que se niegan a comer tras la muerte de su pareja. Pensemos en esas ocas que buscan a la pareja perdida hasta que se desorientan y mueren. En realidad, el doliente tiene apremiantes razones, incluso una apremiante necesidad de sentir lástima de sí mismo. Los maridos abandonan, las esposas abandonan, los divorcios ocurren, pero esos maridos y esposas dejan tras de sí redes de asociaciones intactas, por virulentas que sean. Sólo quedan realmente solos los que sobreviven a una muerte. Las conexiones que integraban su vida —tanto las conexiones profundas como las aparentemente superficiales (hasta que se rompen)— desaparecen. John y yo estuvimos casados cuarenta años.
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