Le agradezco a la poesía porque se le debe gratitud en nuestra época y en todos los tiempos, por su fidelidad a la vida, en todo el sentido inherente a esa frase.
Al comienzo yo quería que esa fidelidad a la vida poseyera una concreta realidad, sentía regocijo cuando un poema parecía directo, era representación exacta del universo que defendía o criticaba. Siendo aún escolar yo amaba la oda Al otoño de John Keats por parecer un Arca de la alianza que contenía el lenguaje y la sensación; amaba también a Gerald Manley Hopkins por sus exclamaciones intensas, equivalentes al éxtasis y al dolor que uno ignoraba en la adolescencia o que apenas vislumbraba antes de leerlo; yo apreciaba en Robert Frost la elementalidad del campesino y su audacia terrenal, y Chaucer me gustaba por las mismas razones.
Más tarde encontré otro tipo de exactitud, que correspondía y corresponde profundamente a algo en mí, una moral arraigada que hallé en los poemas de guerra de Wilfred Owen: una sensible poesía donde el Nuevo Testamento sufre y absorbe los golpes de otro siglo de barbarie. Más tarde aún, en la diáfana coherencia del estilo de Elizabeth Bishop, la tenacidad de Robert Lowell y la confrontación desnuda de Patrick Kavanagh, hallé demasiadas razones para creer en la capacidad —y en la responsabilidad— de la poesía para decir lo que ocurre, para apiadarse del planeta, para no preocuparse por ser simple poesía.
Esta disposición temperamental que me guiaba con rigor hacia un arte que mostrara a las cosas como son, se corroboró con la experiencia de haber nacido y crecido en Irlanda del Norte, y de haber vivido con ese lugar, a pesar de estar ausente de él durante el último cuarto de siglo. Pocos lugares en el mundo se sienten tan orgullosos por su vigilancia y realismo; pocos lugares se consideran tan calificados para censurar la florida retórica o la extravagancia formal. Por ello y en parte por haber asimilado estas actitudes con las que fui madurando y también por nutrir una corteza para protegerme contra ellas, pasé años evitando o resistiendo la excesiva opulencia lingüística de poetas tan diferentes como Wallace Stevens y Rainer Maria Rilke; ignorando en su justa medida la interioridad cristalina de Emily Dickinson, con sus destellos y fisuras asociativas. Y fui indiferente a la extrañeza visionaria de Eliot. Este más o menos, es el costo de actitudes con que fortalecí mi negación para no darle más crédito a un poeta que a cualquier otro ciudadano; posición que asumí al verme obligado a comportarme como poeta en una situación de continua violencia política y de expectativa pública; expectativa —hay que decirlo— no de poesía como tal, sino de posiciones políticas encontradas esgrimidas por grupos que se desaprobaban entre sí.
En dichas circunstancias, la mente anhela el reposo llamado con optimismo por Samuel Johnson: la estabilidad de la verdad, pues al entender la naturaleza desestabilizadora de sus propias operaciones y pesquisas, sin necesitar instrucción teórica, una rápida conciencia plantea variados discursos de contenido contradictorio. Así, el niño que en la que en la habitación escuchaba simultáneamente el lenguaje doméstico de su hogar irlandés y los acentos oficiales del locutor británico, mientras percibía a la vez las señales de otra angustia; ese niño estaba preparándose ya para las complejidades de ser un adulto y para enfrentar un futuro donde él tendría que afrontar sus posiciones éticas, estéticas, morales, políticas, métricas, escépticas, culturales, topicales, tipicales y poscoloniales; posturas estas que en conjunto resultaban simplemente imposibles.
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